Entre viajes y familia, libros y obligaciones, me tomé el capricho ayer de volver al pasado y viajar dos mil años atrás en el tiempo, hasta la colonia romana de Aelia Augusta Itálica en Santiponce (Sevilla). No había casi nadie. La Feria de Abril es lo que es. Y esta ciudad romana está dormida desde que en 1984 dejaran de realizarse excavaciones para su estudio.
Mientras recorría sus calles antaño porticadas y habitadas por treinta mil ciudadanos, y sus solares que duermen bajo campos labrados ocultando sus secretos, pensé en lo que fueron, en lo que son ahora. Los libros. Se oyen noticias pavorosas sobre el mundo de los libros. No se lee. Cifras de ventas que antes eran ridículas ahora son superventas. El único remedio que conozco es escribir mejores libros. Si es un ciclo, se verá. Si es el fin, se verá también.
Lo mejor fue la sorpresa que guardaba el anfiteatro. No me había fijado antes en los grafitis que adornan los ladrillos de las galerías bajo la cavea. Allí está el testimonio escrito de quienes hace años pasaron, como yo, por esas galerías. Hicieron mal, quizás, pero ahí estaban sus nombres, sus dedicatorias. Busqué las más antiguas que pude.
"Pedro Pintor estuvo aquí en el año de la victoria, 27-7-1936"
"Bernardo Jimenez, 1912"
"Jeronimo
"Aquí estuvo Federico el día que entré en la Universidad de Sevilla y que me vaya bien, 1967"
Y muchas más fechas y nombres, 1923, 1925, 1927, 1932. En aquellos ladrillos en penumbra, con trazos de carboncillo que las filtraciones han cubierto de una película de calcita, preservando por mucho tiempo, esas personas querían preservarse de alguna forma. ¿Muertos, separados, con hijos, con nietos, desaparecidos, emigrados? ¿En luna de miel, de excursión, como amantes furtivos? Sintieron la necesidad de dejar algo, de escribir en esas paredes que habían sobrevivido dos mil años. De escribir y de que alguien, quizás, les leyera y se preguntara por ellos. De dejar impronta, con la esperanza de no morir del todo ni para siempre.
El que escribe, aspira a que alguien lo lea. Yo los leí ayer, a muchos, hasta donde pude leer. Cada ladrillo podía ser una lápida funeraria. O un libro testamentario. Una cápsula del tiempo. Emocionado, decidí que el hecho de escribir no morirá. El de leer quiero creer que tampoco.