sábado, 5 de julio de 2008

Relato 01: Embrujo

Llevo dos mil años en mi lecho de piedra, pasando de la oscuridad fría y silenciosa al susurro, del tacto áspero de las rocas, de las lastras y launas al resbaladizo y tortuoso, laberíntico camino que atraviesa las entrañas del mundo, de mi mundo. Sé que el mundo existió para mí, pero si me siento así, tan fría, tan ausente, es porque no recuerdo el calor del sol en verano, ni el vigor de la sabia en primavera, ni la gélida quietud del invierno, ni los llantos ni alegrías de los vivos. No sé si los olvidé, sólo que no los recuerdo.

O así era, hasta que algo sucedió. Algo o alguien me rescató de mi prisión intemporal. Los murmullos del viento me envolvieron, seguí los caminos que me guiaban por recodos desconocidos. Redescubrí antiguos recuerdos sepultados en lo más íntimo de mi milenaria memoria. Todo era parecido, pero a la vez diferente. ¡Tan distinto! Pero eran inconfundibles. Eran las voces de los hombres.

Luz y oscuridad, luz y oscuridad. ¿Qué fue de los antiguos habitantes? Aquellas lanzas, los estandartes del águila, el olor a fuego, las manos de las mujeres, el tacto ardiente de las brasas. Las brumas de los conquistadores, los ecos de sus pisadas, de sus llamadas a la oración, todo eso quedó desvanecido como pavesas al aire, al capricho del viento que hoy se burla de mi lejanía, de mi ignorancia. ¡Despierta y contempla a los seres fugaces por los que tanto te lamentas!, me dice pavonéandose mientras me relata la historia de los cambios.

Otros se me acercan y se me alejan, me miran, me estudian, se sonríen. Algunos me desprecian. Soy capaz de reconocer a varios a lo largo de mi camino, a la luz del sol , pero no encuentro sus nombres. ¿Tanto tiempo pasó? Y más que pasará, y será olvidado, como todo antes.

Mi libertad acabó bruscamente en la ciudad de los hombres, ¡en una prisión de piedra fría y herrumbrosa! Más seres atormentados se apelotonan junto a mí. ¡Ah, la libertad!¡No deseé despertar del dulce sopor del olvido para hallar la locura y desesperar al alcance del mundo exterior, tan próximo, un esfuerzo más! Es inútil. Intento recordar, intento prestar atención más allá de las rejas. Una voz rompe el silencioso y monótono fluir de los días.
-¡No puedo volver a verte, Miguel!
Carmen dejó el cubo apoyado en el suelo bajo el reborde desgastado de la piedra, y abrió la reja que daba acceso al aljibe. Sobre la repisa de piedra había un viejo balde con una soga rasposa que dejó caer, soltando la soga con cuidado y haciendo chirriar la polea hasta que el balde se hundió en el agua. El soldado de la compañía de fusileros luchó por contener un impetuoso deseo de abrazarla, de estrecharla contra su chaqueta azul militar, por explicarle que inexplicablemente la amaba. Dio un paso hacia ella, lleno de vehemencia contenida, pero ella le detuvo con la mirada grave de sus ojos castaños.
-¡No te acerques! La gente murmura, tu vida peligra. Mi hermano Rafael ha jurado matarte, y a mí también si nos ve juntos. ¿No lo entiendes? No puedo volver a verte. (Puedo verla ahora, contra la luz que entra. Lleva el pelo largo recogido encima en un moño con unas horquillas, sedoso, fuerte... La nuca se desvela deliciosa, viste una camisa de lino blanco de largas mangas que lleva recogidas para no mojárselas. Una sombra próxima a ella, de olor fuerte, animal, lleno de fuerza. ¡Un hombre!)
-Carmen, no puedo irme ni olvidarte –contestó Michael casi sin su acento bretón desde la atalaya de sus ojos grises. Pierre se había alejado un poco y desde la esquina contemplaba apretando impaciente su fusil el discurrir de la vida, el olor al vino fuerte de las tabernas, el apetecible aroma de las chuletas de cerdo a las brasas, el perfume de los rosas, claveles y geranios colgados en los estrechos balcones de los primeros pisos, los callejones de fachadas encaladas, y también la mirada de desconfianza de los arrieros y comerciantes, el odio encerrado de las amas de casa, la amenaza de un golpe por la espalda en cualquiera de aquellos callejones.
-¡Es que no sé si aún vive! Me han dicho que lo vieron en Talavera, y que está escondido en Sierra Morena. ¡Tú y tu gente sois el enemigo!
-¡Pero yo te quiero! ¡Esperas el regreso de un fantasma, de una sombra! –exclamó el soldado, y se acercó más aún, cogiéndola del codo bruscamente con la mano libre. Los nudillos se le marcaban sobre el fusil -¡Deja Granada!¡Ven conmigo, huye conmigo a Lyon!
El balde se le escapó de entre las manos a la mujer volviendo a caer al interior del aljibe, y con una mirada furiosa pugnó por liberarse.
-¡Déjame!
Pero era así, con la mirada encendida de sus ojos ardientes, la respiración agitada, la transpiración de su piel, como ella le había traspasado el corazón aquella primavera de 1811, y bajo el viejo arco de herradura de rotos ladrillos rojos del Aljibe del Trillo se acercó más aún y le robó un beso de sus labios de rubí, de sus dientes de nácar, de su pequeña lengua jugosa y rosada. Ella le apartó de un empujón y le dio una bofetada. (Le veo a él. Alto, robusto, de rostro cincelado y pelo rubio, un dios de la antigüedad. Se miran en silencio, porque el beso no ha sido robado. Se aman a pesar de las palabras, y por eso duele tanto, me dice el viejo balde de madera de olivo que ahora acuno entre mis brazos)

La vieja viuda vestida de negro riguroso se acercó tambaleante hacia el aljibe, con un cascajo de cubo de madera que parecía que tan desguazado y resignado de la vida como su vieja ama. Ella miraba, ella comprendía y también envidiaba los anhelos de la juventud, con una mueca de sonrisa desdesdentada. Entre ellos se rompió el hechizo, ella le dio la esplada y volvió a centrarse en el balde del aljibe y él se recompuso y siguió con la ronda junto a Pierre, pero en sus ojos estaba la mirada del animal herido.
-Lo veo, lo veo, chiquilla –dijo la vieja al llegar junto a Carmen (sus lágrimas calientes y saladas me cuentan su tristeza). –Déjale, olvídale. Algún día se marcharán a su patria y te dejará atrás, llena de promesas rotas y engañada. Eres joven y lozana. Veo una tragedia y un hombre zurdo.
Carmen tuvo un sobresalto y entre las lágrimas miró con los ojos abiertos de par en par a la anciana.
-¡José!
Pero la anciana miraba al interior del aljibe y asentía mientras parecía escuchar el eco entre el agua y las paredes de ladrillo. A ti también te veo, pensó para sí (me ha visto, alguien me ha visto después de tantos siglos) y se volvió a la joven expectante, la tomó de las manos y la miró con sus ojos negros insondables entre sus arrugas y canas.
-Ese hombre está vivo y no te ha olvidado, y está cerca, puedo sentirlo. Estás a tiempo de elegir. Pero no te demores.
-¡No la entiendo! –exclamó Carmen asustada. ¡José estaba vivo!. Ella quería saberlo, quería creerlo, pero por la noche cuando pensaba en él, era el rostro de Miguel el que le susurraba en su lengua extranjera, arrastrándola al deseo.
La vieja soltó sus manos, la apartó y sacó agua del aljibe con el balde para llenar su cubo. Dos golondrinas pasaron por encima de ellas hasta encontrar el nido en el voladizo de la casa vecina.
-Lo entenderás cuando lo veas. Igual que ella comprende, está ahí, escuchándonos. La vida es como ella, nos arrastra como piedras en un río bravo, y nosotros somos las piedras, golpe sobre golpe, hasta que dejamos de rodar. ¡Acude a ella! Ella puede oir tus penas (La conozco, la he reconocido. Ella estaba aquí la última vez, y volveremos a encontrarnos antes de que el sol se extinga)

La anciana no dijo más y se retiró tambaleante y gruñendo por el peso del balde. Carmen miró al interior del aljibe, y asustada cerró la reja y marchó todo lo rápido que pudo cuesta arriba por las escaleruelas hasta la casa familiar, donde su madre la esperaba impaciente. El nerviosismo le duró todo el día, y por la noche soñó con la sombra de José, el rostro de Miguel y la imagen de las aguas que la había mirado, la había sonreído y la había dicho hola.

(De noche, la luz de la luna atraviesa la reja y durante un brevísimo instante puedo contemplarla mientras por delante de mi prisión sombras furtivas se deslizan buscando el amparo de la noche y de la oscuridad. Las palomas duermen ocultas en la negrura de los alares de las casas. Se oyen gatos maullando, y las botas militares de los franceses descendiendo por los escalones quebrados y sucios de las calles hacia el río Darro en su guardia nocturna. El deseo de explorar me atormenta y agita mi ser como no recordaba, y en mitad de la noche escapo de mi cárcel en manos del rocío. Los rostros de los soldados son duros, perfilados en piedra, paso entre ellos ascendiendo calle arriba en busca de sus lágrimas. Es allí, lo percibo. He de regresar o mi vitalidad se agostará, pero allí... veo un hombre cansado. Un hombre sucio y angustiado. ¡Sus ojos me miran!)
-¡Carmen! –volvió a llamar el desconocido mientras permanecía atento a los ecos de los soldados que se alejaban. Desesperado tomó con su izquierda quemada por el sol y el frío una gravilla del suelo y la arrojó con precisión y delicadeza contra uno de los postigos de la ventana superior. Aguardó un instante entre la bruma que de pronto había surgido, y de repente el postigo se abrió, mostrando la luz vacilante de un vela. Volvió a llamarla sin alzar la voz -¡Carmen!
El rostro de la mujer se iluminó con el reconocimiento y dio un respingo, tapándose la boca con la mano libre para no gritar. La luz desapareció. El hombre cerró los ojos apenas un momento. Estaba exhausto. Las patrullas francesas venían tras él desde Andújar, los meses de vida salvaje, de dormir al raso, de lucha furtiva y de huida estaban desmoronándole por momentos. No te duermas, ahora no, ella está al fin a tu alcance. Ven, pobre niño. Y se dejó coger entre los brazos de madre que de pronto le rodeaban cálidos, sumiéndolo en un profundo sopor del que no podía liberarse..

Caía resbalando por el muro frente a la casa cuando, con gran ruido de llaves, la puerta se abrió y ella salió apenas arropada por una manta fina de lana, José , José, y lo recogió en su seno, besando sus labios barbados y agrietados, fundiéndose con su rostro sucio, y él pareció revivir, se miraron a los ojos, la llamó por su nombre, Carmen.

Un grito herido en la lengua extranjera hendió la noche desde el aljibe. Michael subió a la carrera la escalinata con la cara llena de rabia y despecho, empuñando el fusil con bayoneta dispuesto a matar y hacerla suya, o a morir. Con la rapidez de la desesperación José se puso en pie apartando a Carmen, aterrorizada, y sacó una navaja de debajo de su raída capa. Los dos hombres se vieron entre la bruma (¡Van a matarse!) y se odiaron instintivamente como dos animales en celo. José esquivó la bayoneta e intentó clavarle la navaja entre las costillas, pero Michael, más robusto, le derribó de un fuerte empujón con el hombro contra el muro, y alzó con gesto triunfante el fusil sobre el caído.
-¡No! –gritó Carmen.
-¡Je t'ai vaincue, meurt maintenant rebelle dégoûtant ! –gritó Michael, y bajó con toda su fuerza su arma. Pero algo misterioso le detuvo el brazo y la bayoneta se paró a pocos centímetros del vientre del fugitivo, y furioso volvió el rostro pugnando por liberarse, y la vio, antigua como el viento, terrible como los ríos embravecidos y perdió la voluntad y la fuerza en sus ojos milenarios (Ellos han de vivir aún muchos años, y al menos tú serás para mí), y se dejó mecer en el sopor que le embargaba arrancándole de las miserias y lágrimas del mundo, y pensó en su madre, en cuando era niño en su Lyon natal mientras José se recobraba y le asestaba sin perder un instante un navajazo certero en el corazón. Apenas sintió nada (Ven, precioso mío, juntos tú y yo para siempre).

Los dos amantes se fundieron en la oscuridad de la calle, desapareciendo al amparo del rocío de la noche que surcaba de lágrimas el rostro del caído, navegante ya en nuevos mundos extraños. Pero no estaba solo.



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