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miércoles, 27 de junio de 2018

Por qué me gusta escribir. Por qué me gusta la historia.



Hoy he tenidos noticias en el trabajo. Pronto habrá cambios para mí, y no sé si para bien o para mal. No por esperadas han dejado de sorprenderme, ni de sumirme en una especie de duelo y tristeza.

Por eso, esta tarde me he escapado al pasado dos mil años atrás. He visitado Itálica. Y como cada vez, me ha sorprendido. El calor aún es soportable. Por dos horas he sido el único visitante de todo el yacimiento. Trajano, el emperador romano que expandió Roma hasta su máxima extensión, la enriqueció, la dotó de nuevas termas, murallas, acueductos, calles y ciudadanos. Y en vez de ser un polo de atracción cultural, duerme en la desidia de la administración pública. Debería estar llena de visitantes, rebosar vida; en vez de eso, más que un yacimiento de primer orden parece un enorme monumento muerto, envuelto en olvido y soledad.



En esa soledad he paseado por sus calles. ¿Por qué me gusta escribir? Porque a veces no soy de capaz de articular mis miedos, mi desasosiego en forma hablada, y en cambio es fácil hacerlo por escrito. Esos días, mis personajes sufren. Esos días, escribo mis mejores páginas.

Hoy he jugado a leer las piedras, las grandes losas de las calles romanas de Itálica. De sombra en sombra, de piedra en piedra, hasta que he encontrado lo que buscaba. El eco del pasado. Donde muchos quizás ven un lugar tórrido y sin interés, yo me emociono. Esas rayas no son un sinsentido. Son los trazos que realizó de un hombre que una vez fue niño, y allí, en la calle, entre decuriones, duunviros y sacerdotes, entre esclavos y mercaderes, jugaba con otros amigos cuando aún tenía tiempo e infancia. Un niño que crecería, que se alistaría en las legiones, y que, con suerte, quizás consiguiera volver de las guerras con Trajano en el otro extremo del imperio, en Ctesifonte, con riquezas, honor y tierras, y quizás pudiera enseñar a sus nietos a jugar a aquel mismo juego, sobre aquella misma piedra.



En una de las calles secundarias se ha dejado visible tras una reja un tramo de tubería romana, una tubería de plomo. De nuevo, el eco del pasado. Sobre su superficie se lee IMP. Un fontanero hizo la tubería, doblando una lámina de plomo en su taller, con sus extremos de enchufe y campana, como en este siglo XXI, y con su cierre longitudinal estanco, doblado como el pliegue de una empanada. Y ese plomo, ¡si hablara! Quizás llegara desde la minas de plomo argentífero de Cástulo, la actual linares, descendiendo por el río Betis (el actual Guadalquivir) en forma de lingotes con los dos sellos de control imperial hasta Hispalis, y desde ahí, a la factoría del fontanero. Un rico propietario le pagaría, para que dotara a las letrinas de su nueva casa en Itálica de salida de aguas a la cloaca máxima. Esa cloaca que también recoge las aguas sucias del anfiteatro.



El anfiteatro. ¿Ocultará en sus galerías oscuras los rastros de mensajes de amores desdichados, de promesas electorales siempre incumplidas? Y esos sumideros junto a la entrada del monumento, a saber si no recogerían las necesidades urinarias incontenibles de asistentes tardíos al espectáculo; o de borrachos nocturnos esquivando a los vigiles de guardia.

Al atardecer he descubierto el acceso  a la cavea media, y he llegado al palco central. Allí la visión del anfiteatro es magnífica. Por la mañana disfrutaría de las luchas entre fieras y luchadores, y por la tarde, los gladiadores se ofrecerían para deleitarme con su ferocidad y su exhibición de habilidad y fuerza.

El pasado me provoca esas ensoñaciones que me alejan de mis preocupaciones, mis miedos, mis inseguridades. Por eso me gusta la historia. Por eso, me gusta escribir novela histórica, intento escribir novela histórica y no desanimarme, porque aún (¡no se cuánto me durará esta sensación!) me siento un aprendiz. Hay mucho libro bueno y muy buenos escritores ahí fuera. Y todos ellos me intimidan.
En realidad, desde hace ya algún tiempo, me intimidan muchas cosas.
-Necesito formar parte de algo. Formar parte de algo bueno.
(El último judío, de Noah Gordon, pág. 264)
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martes, 15 de mayo de 2018

¡No, amo, al estanque no! (Hay vida más allá de las lampreas)


Hace un momento respondía al comentario de un lector: al escribir hay que disfrutar con lo que se hace, sin mirar si a otro le gustará o no. Hay tanta gente en todas partes, que seguro que todos los libros tienen lectores (encontrarlos o que te encuentren es más laborioso).
Lo importante es escribir con entusiasmo, para ser capaz de defender y propagar tu trabajo con ese mismo ímpetu y convencimiento.
Como sabéis ahora estoy en plena faena escribiendo una novela ambientada en Roma. Es una época sobre la que uno cree que está todo dicho, hasta que tropieza con el germen de una historia pendiente de ser contada. Y en ello estoy. Leyendo, buscando, recopilando, comprando, escuchando, visitando... de un tiempo a esta parte, todo lo que hago, leo, escucho, veo está relacionado con Roma.
Un tema importante en mi novela será la esclavitud. 
Un esclavo vale menos que un perro, porque el perro no replica.
Un esclavo es una herramienta que habla.
Un esclavo es un resentido que puede asesinarte.

Leí una anécdota referida a los esclavos que me dejó anonadado.

El emperador Augusto acudió una noche a cenar a casa de un banquero llamado Vedio Polion. El anfitrión decidió impresionar al emperador y a su comitiva: platos ostentosos, costoso vino de Falerno, música y bailarines, las mejores galas, aguas perfumadas, la mejor vajilla de la casa. Quería demostrar su riqueza, y también que era un buen romano, con todas las virtudes romanas  clásicas, incluyendo la severidad con los esclavos. Así, cuando a un esclavo llamado Catón se le escurrió una costosa copa de cristal tallado llena de vino y ésta se hizo añicos contra el mármol del suelo, no dudó en castigarlo con la máxima pena: arrojarlo vivo al estanque de la villa donde criaba carísimas lampreas.
Las lampreas, peces resbaladizos semejantes a serpientes, tienen una boca en forma de ventosa plagada de dientes. Se adhieren a sus víctimas en multitud, con hambre, con ansia (les gusta la sangre), las llagan y las desangran vivas. Horroroso. Vedio Polion pensó que era un genio: demostraba quién mandaba en casa, al castigar a Catón castigaba a todos los esclavos (que debían vivir en pavor absoluto) y alimentaba a sus costosas lampreas, que servían para elaborar un codiciado plato. 

El esclavo se arrojó a los pies del emperador, suplicando morir de cualquier otra forma en vez de en aquel estanque de los horrores. Y Augusto decidió escarmentar al banquero. Perdonó la vida al esclavo; reprendió a Polion que aquello no era severidad, sino crueldad gratuita, y que un amo debía ser severo y además ser justo. Ante todos los invitados, Augusto ordenó a Polion que demoliera su estanque y diera muerte a todas las lampreas. Y por último, ordenó que los esclavos llevaran ante ellos todo el menaje de cristal de la villa y que rompieran cada pieza, una a una, ante su amo; y ninguno sería castigado por ello.
Las lampreas fueron primero asfixiadas y después quemadas. En una noche Vedio Polion perdió una fortuna y ganó la burla a su nombre (también la inmortalidad literaria). Supongo que en el foro le señalarían: "Ahí va el de las lampreas, el banquero que chupaba la sangre".
(Yo creo que Augusto no lo hizo por piedad hacia el esclavo, sino por política. Si hubiera consentido en su presencia esa crueldad, lo hubieran tildado a él también de cruel. Al amparar al esclavo y castigar al banquero, se alzaba por encima de todos ellos: "Aquí el que manda soy yo, severo pero también piadoso y justo.")

A veces, la vida te quiere arrojar al estanque de las lampreas. O te dejas, o te resistes. Hay cambios en mi vida de escritor, espero que a mejor. Ya he firmado el contrato: este año publicaré con EDHASA. Ya os contaré más adelante.