Hoy he tenidos noticias en el trabajo. Pronto
habrá cambios para mí, y no sé si para bien o para mal. No por esperadas han dejado de sorprenderme, ni de sumirme en una especie de duelo y tristeza.
Por eso, esta tarde me he escapado al
pasado dos mil años atrás. He visitado Itálica. Y como cada vez, me ha
sorprendido. El calor aún es soportable. Por dos horas he sido el único
visitante de todo el yacimiento. Trajano, el emperador romano que expandió Roma
hasta su máxima extensión, la enriqueció, la dotó de nuevas termas, murallas,
acueductos, calles y ciudadanos. Y en vez de ser un polo de atracción cultural,
duerme en la desidia de la administración pública. Debería estar llena de
visitantes, rebosar vida; en vez de eso, más que un yacimiento de primer orden
parece un enorme monumento muerto, envuelto en olvido y soledad.
En esa soledad he paseado por sus
calles. ¿Por qué me gusta escribir? Porque a veces no soy de capaz de articular
mis miedos, mi desasosiego en forma hablada, y en cambio es fácil hacerlo por
escrito. Esos días, mis personajes sufren. Esos días, escribo mis mejores páginas.
Hoy he jugado a leer las piedras,
las grandes losas de las calles romanas de Itálica. De sombra en sombra, de
piedra en piedra, hasta que he encontrado lo que buscaba. El eco del pasado.
Donde muchos quizás ven un lugar tórrido y sin interés, yo me emociono. Esas
rayas no son un sinsentido. Son los trazos que realizó de un hombre que una vez
fue niño, y allí, en la calle, entre decuriones, duunviros y sacerdotes, entre esclavos
y mercaderes, jugaba con otros amigos cuando aún tenía tiempo e infancia. Un
niño que crecería, que se alistaría en las legiones, y que, con suerte, quizás
consiguiera volver de las guerras con Trajano en el otro extremo del imperio,
en Ctesifonte, con riquezas, honor y tierras, y quizás pudiera enseñar a sus
nietos a jugar a aquel mismo juego, sobre aquella misma piedra.
En una de las calles secundarias
se ha dejado visible tras una reja un tramo de tubería romana, una tubería de
plomo. De nuevo, el eco del pasado. Sobre su superficie se lee IMP. Un
fontanero hizo la tubería, doblando una lámina de plomo en su taller, con sus
extremos de enchufe y campana, como en este siglo XXI, y con su cierre
longitudinal estanco, doblado como el pliegue de una empanada. Y ese plomo, ¡si
hablara! Quizás llegara desde la minas de plomo argentífero de Cástulo, la
actual linares, descendiendo por el río Betis (el actual Guadalquivir) en forma
de lingotes con los dos sellos de control imperial hasta Hispalis, y desde ahí,
a la factoría del fontanero. Un rico propietario le pagaría, para que dotara a
las letrinas de su nueva casa en Itálica de salida de aguas a la cloaca máxima.
Esa cloaca que también recoge las aguas sucias del anfiteatro.
El anfiteatro. ¿Ocultará en sus
galerías oscuras los rastros de mensajes de amores desdichados, de promesas
electorales siempre incumplidas? Y esos sumideros junto a la entrada del
monumento, a saber si no recogerían las necesidades urinarias incontenibles de
asistentes tardíos al espectáculo; o de borrachos nocturnos esquivando a los
vigiles de guardia.
Al atardecer he descubierto el
acceso a la cavea media, y he llegado al
palco central. Allí la visión del anfiteatro es magnífica. Por la mañana
disfrutaría de las luchas entre fieras y luchadores, y por la tarde, los
gladiadores se ofrecerían para deleitarme con su ferocidad y su exhibición de
habilidad y fuerza.
El pasado me provoca esas
ensoñaciones que me alejan de mis preocupaciones, mis miedos, mis inseguridades. Por eso me gusta la historia. Por eso, me gusta escribir novela histórica, intento escribir novela histórica y no desanimarme, porque aún (¡no se cuánto me durará esta sensación!) me siento un aprendiz. Hay mucho libro bueno y muy buenos escritores ahí fuera. Y todos ellos me intimidan.
En realidad, desde hace ya algún tiempo, me intimidan muchas cosas.
-Necesito formar parte de algo. Formar parte de algo bueno.
(El último judío, de Noah Gordon, pág. 264)
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