El mundo de la escritura y la literatura tiene sus peculiaridades, tantas como tiene el sector de la construcción. Esta semana, que ha sido la Blue Week (larga, arrastrada, insatisfactoria: semana de Master y Certificaciones, todo junto) ha vuelto a repetirse la escena que, de vez en cuando, sucede en mi vida laboral.
LUGAR: Una comida de trabajo tras una reunión mañanera, intensa e importante. Digamos que en un buen mesón cerca de la Plaza de Cuba, en Sevilla capital, de esos de reserva anticipada y sólo a gente seleccionada.
DÍA: Cualquier día de esta semana podría haber sido, por malos y grises. Digamos que el pasado martes 20 de enero. Con ocho comensales, algunos de ellos dignos personajes para una novela (ellos no lo saben pero yo SIEMPRE tomo nota de estas cosas en estas reuniones)
SITUACIÓN: Digamos que tras la primera ronda y el relajo subsiguiente, hay que sacar temas de charla. Suele ser buen momento para hablar de mi tema: que escribo.
—¡Así que escribes! ¿Y qué escribes? ¿Tienes libros publicados?
—Novela histórica —gesto de admiración y sorpresa entre los comensales, que son altos ejecutivos de empresas constructoras que números muchos, pero libros pocos. Yo, atento a mi gran jefe, que mira y guarda silencio. Porque YA SÉ qué está pensando—. Ahora mismo tengo tres novelas publicadas, ambientadas en la Granada nazarí, en el Imperio Bizantino y en Sevilla en época del rey Pedro.
—¡Pues sí que parece tener tiempo libre! —PRIMER ROUND: Lo de escribir causa admiración, pero una novela "Histórica" aún causa más respeto. Y sin embargo, la coletilla es: si tiene tiempo para escribir es que trabaja poco. Esto es España: en vez de valorar un sobreesfuerzo por sacar tiempo de las noches y donde no lo hay, no, se devalúa al que se esfuerza.
Pero la cosa siguió.
—¿Y cómo lo haces para publicar?
—Bueno, tengo un agente en Barcelona, que se encarga de esas cosas y de mis contratos editoriales.
—¡Como los futbolistas! —SEGUNDO ROUND: Por lo menos me comparan con los futbolistas, son tema que los otros comensales conocen bien; y no con la Esteban o el Vaquerizo y otros famosos de libro instantáneo. Algo es algo.
Un comensal, más sensato e interesado que los otros, me pregunta de qué van mis novelas. En ese momento ya soy un bicho raro que causa curiosidad. Mi jefe sigue callado, esperando su turno para saltar con el puñal.
—En la primera, "El esclavo de la Al-Hamrá", construyo el Patio de los Leones. En la segunda, "El Mármara en llamas", narro el asedio árabe a Constantinopla en el año 717. En la tercera, "El señor de Castilla", pongo en pie los Reales Alcázares de Sevilla. Y en esa época, ya había reducción de presupuestos, paradas de obra y negociaciones, que terminaban rápidamente. Los reyes hacían y deshacían leyes a su antojo, y cortaban cabezas por lo sano.
Risas. Prefiero no decir que ya antes se robaba también al erario público; que los maestros de obra ya se enriquecían impunemente si podían.
La pregunta del millón:
—¿Y vendes muchos libros?
"Más que vosotros, orcos", pensé.
Pero ante el interés despertado, habla mi jefe, ha visto su momento. ROUND TRES:
—Bueno, bueno, todavía no vende tanto, todavía no puede vivir de los libros. Eso de escribir no da dinero.
Ah, maledicente. Ningunea, que algo queda. Si Escribir no da Dinero, ¿para qué escribir? Qué pérdida de tiempo, ¿verdad, jefe?
Dinero. Esa palabra sí que la entienden bien estos ejecutivos. Es su parámetro. Les deja de interesar mi conversación. Con ese criterio, una novela, aunque sea histórica, si no se vende por decenas de miles y si no hace que su autor salga en las tertulias mañaneras y folloneras de la tarde, entonces, no es novela a considerar.
Quédense ustedes con su parámetro mercantil, señores. Si el fulgor de un libro lo miden por el signo del dolar, entonces, lamento decirles, se estan perdiendo ustedes una de las puertas al Paraíso.