(Una mala vida) (Segunda parte)
Había sido un golpe espectacular. Se hicieron con la clave de la caja secuestrando a la hija del interventor y habrían escapado ocultos entre los rehenes de no ser porque alguien dio el chivatazo. Por lo visto a alguien, gordísimo de ceros, no le gustaba que nadie metiera sus manazas en su tarta. Perry mató a cuatro policías antes de rendirse. Lo primero que pidió fue un cigarrillo rubio. Lo segundo fue un abogado. Y sin embargo, cuatro millones habían desaparecido.
El celador entrado en carnes se echó a temblar en cuanto vio la placa. Una enfermera en prácticas se alzó tras el mostrador. Hecha un manojo de nervios se recompuso la falda olvidando abrocharse un botón de la camisa, y como una gata asustada huyó en busca de un historial con el que entretenerse. El celador tragó saliva. Garrigan sacó un cigarrillo, pero recordó que estaba en un hospital.
—¿El depósito?
—La puerta del fondo, a la derecha al final del pasillo. Bajando las escaleras.
El agente encendió el cigarrillo. Iba a dejarlo, maldita sea, pero el último siempre se le resistía.
En el silencio de los pasillos desiertos oyó una puerta batirse sobre sus goznes. Sacó su Smith&Wesson de 9 milímetros. La puerta que aún se balanceaba era la del depósito. Un olor rancio a tabaco mascado le vaticinaba problemas. Sonaron dos disparos y dos gritos, eran los sonidos de una Beretta. Su canción de muerte era inconfundible. Garrigan entró de golpe y se encontró cara a cara con Dick Perry y a un agonizante Fillerone sobre un charco de sangre. Se tapaba el hígado.
—¡Dick, suelta el arma!
El asesino se volvió. Garrigan interpretó aquella mueca como una sonrisa. Además del italiano había un chico grandote con uniforme verde y guantes de látex sacando una camilla vacía del frigorífico y mirándoles con cara de bobo.
—¡Agente, llame a un médico!¡Me muero! —gimió Fillerone.
—Oh, cállate ya, soplón —dijo Caraplomo, descerrajándole el tiro definitivo en el estómago—. ¿Cuánto esta vez, Jimmy?¿Doscientos?
El agente bajó el arma lentamente. Suspiró y asintió.
—Nunca más, Dick. En billetes pequeños. Ya sabes dónde.
Dick Caraplomo sonrió, escapándose como una sombra. El bobo del auxiliar cogió el cadáver de Paolo y lo puso sobre la mesa de acero frío, listo para su ritual. Garrigan le miró con lástima.
—No tendrías que estar aquí, hijo.
El auxiliar sonrió.
—El depósito no está tan mal. Siempre está lleno de mujeres.
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El sábado tuve un Jaén una reunión familiar, la comida anual que celebramos todos los años en el pueblo de Torreperogil. Allí me llevé una sorpresa. Existe una teoría que dice que todas las personas estamos dentro de una red social donde no existe más de seis grados de separación.
Pues bien, hablando de mi novela y de mi afición a la escritura, surgió el tema del mundillo empresarial editorial y de las dificultades de publicar, y por pura casualidad salió a relucir que uno de mis tíos abuelos, residente en Madrid, conoce a un escritor, de sus años mozos allá en la posguerra. Así que le di a mi tío una copia. Si ese veterano de las letras lee la novela y me dice algo al respecto bienvenido sea.
En fin, una noticia inesperada, ya veremos dónde termina esta nueva aventura.