Me siento meláncolico. No sólo debido a la ausencia del calor del sol, oculto tras las nubes oscuras y frías que copo a copo son la causa del manto blanco que cubre calles y coches. El frío me entorpece. Mientras escribo el cuarto capítulo de mi nuevo proyecto caigo en la cuenta de que mañana vuelvo a mi Exilio, a doscientos sesenta y cuatro kilómetros de mi casa, de mi hogar, del lecho de mi amada, y descubro como cada domingo por la tarde que eso no me gusta. Y que casi he consumido la mitad de mi existencia en esta Tierra.
¿Cuánto me queda?¿Otros treinta y cinco años? Entre ayer y hoy he visto los dos primeros capítulos de Cosmos. ¡Qué joven era cuando vi esa serie por primera vez! Más joven, más ingenuo y más feliz; bueno, con una felicidad diferente, con la felicidad del adolescente de trece años para el que no existía crisis energética, ni guerra de Irak, ni paro ni terrorismo. Cuando para leer tenía horas y horas, cuando no faltaba a la biblioteca del colegio ni un sólo día a coger nuevos libros. Carl Sagan nos llenaba de entusiasmo. La sonda Voyager había salido del Sistema Solar, hacia el infinito, y los jóvenes aún jugábamos en las calles.
He visto Cosmos, y he visto de nuevo a Carl Sagan sonriente, pero él aún no sabía su destino. Y él ya no está tampoco. Ni Asimov; ni Clark. Ni mis abuelos tampoco.
En cuanto me paro de la vorágine moderna, si levanto la cabeza fuera de mi saco de paja y mi yugo, me aterrorizo al mirar el futuro que me aguarda. ¿Y qué hacer? El esclavo liberado puede sentir terror de su libertad.
Espero que mi vida cambie. Y espero cambiar mi vida. Mientras, escribo mi cuarto capítulo, y me doy cuenta de que mis emociones son universales, de que mis personajes sufren y suplican que su vida cambie también, con la diferencia que, al ser personajes históricos, yo ya conozco su terrible destino, inesperado e impredecible.
La vida es impredecible. El mundo es demasiado hermoso y la vida, demasiado corta. Recordadlo.