viernes, 29 de agosto de 2008

El Terror del Novelista

¡Por fín! Rev.3 terminada. A pesar del ajetreo semanal, sin ver la luz del sol, por fin terminé la última revisión de mi primera novela. Incluso he podido preparar cinco copias, que algunas personas afortunadas recibirán la semana que viene. Una copia quedará en mi poder lista para remitir a la editorial de Sevilla, si Alarico llama a mi puerta como prometió.

Pero incluso mientras gozo con la lectura final... ¡Horror!¿Qué es eso? No puede ser. ¡No puede ser!

¡Un acento fuera de lugar!¡Y una vocal duplicada!

Mi efímera fantasía de perfección se derrumba ante mis narices. De deseada a pasado a ser repudiada; y parece que habrá una Rev.3a. Porque no hay perdón para el escritor. "Siempre todo es mejorable, desde algún punto de vista" y esa máxima martillea una y otra vez, haciendo que, lápiz rojo en mano, desdeñemos lo que creíamos perfecto.

Claro que, en algún momento habrá que dar la novela por finalizada. ¡Uhm! Pero, ¿y si creo otra subtrama?¿Y si cambio esta descripción? Y esta frase... no sé, no sé... ¡aggg! No hay mayor terror que la obra inacabada, que te absorbe el seso y las energías.

Espero sin embargo, que las desdichadas personas que reciban la semana que viene mi imperfecto manuscrito tenga piedad de esos cuatro deslices... (¿Habrá más? A corregir para el premio y el editor)

Y mientras, pongo aquí una muestra de mi segunda novela que retomaré ya otra vez. A falta de otro nombre más original (ya sé que existe OTRO) lo llamaré BIZANCIO.

Espero que os guste.

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"BIZANCIO" (Págs. 3-5)

Desde lo alto del trono, León III contempló a las tres personas que se le acercaron vestidas de blanco. Los dos escoltas llevaban turbante blanco y un alfanje al costado. El anciano de turbante verde se inclinó en reverencia. Parecía insignificante y sin embargo sería los ojos, los oídos y los labios del más terrible enemigo contra el que se había enfrentado el Imperio de Oriente en sus tres siglos de historia. Occidente había caído y sólo la barbarie reinaba en él. El caos, la brutalidad, la ignorancia, habían terminado con mil años de poder y dominio de Roma. ¡Roma! ¿Acaso Roma estaba mejor?

El emisario habló en un griego correcto con un leve acento extranjero. ¿Habría aprendido el idioma quizás en Alejandría?
-Mi señor Suleyman, señor de los creyentes, en nombre del Divino Profeta, os agradece esta audiencia y solicita que yo, Ahmed Ibn Kufa, su más humilde servidor, sea protegido mientras dure mi cometido, de acuerdo con las leyes aceptadas de la diplomacia, excelencia.
-Tu vida y las de tus acompañantes serán respetadas mientras dure tu misión. Habla, emisario. ¿Qué mensaje tienes de parte de tu señor?
-Mi señor Suleyman, bendito sea, os dice: ‘¡El tiempo ha llegado! El Profeta Mahoma iluminó nuestra senda con la verdadera fe y su palabra se extiende como una marea. En Persia ya cantan los almuédanos la llamada a la oración al alba. Es hora de que los hombres de Bizancio elijan la senda correcta. Someteos a Alá y unios de buena voluntad a los territorios de Dar-el-Islam, o serán nuestros ejércitos los que os convenzan del poder de nuestra fe en el Único, en el Misericordioso.’

León III guardó silencio meditando el tono de su respuesta. Tenía treinta y siete años. Antes de alzarse como emperador había sido estratega de una región militar en Asia Menor, del thema de Anatolikon, y allí había combatido a los ejércitos musulmanes, conteniéndolos a duras penas. Había visto el fanatismo en los ojos de los soldados de turbante blanco y alfanje, mascullando el nombre de Alá mientras eran acribillados a flechazos en sus asaltos a las fortalezas bizantinas, y también mientras eran pisoteados a cientos en las llanuras de Anatolia por la caballería de los bucelarii, la guardia personal de los generales. Nada de eso interrumpía su ímpetu. La cordillera de Tauros había fracasado en contenerlos y en ese momento todo dependía de la resistencia de la capital. Si caía, caerían con ella mil trescientos años de civilización latina.

Según sus informantes, el Islam había sobrepasado en Oriente las tierras de la India, mientras que el Occidente Hispania había dejado de existir.
-Nuestra ciudad y nuestro imperio es inmortal. ¿No habéis visto nuestras murallas? Cristo nuestro señor las protege. Ningún ejército enemigo las ha quebrantado en trescientos años de guerra constante y vosotros no seréis los primeros. Dile a tu señor Suleyman de la dinastía de los Omeyas que Constantinopla no se rendirá mientras quede un solo hombre con vida.
-Entonces está todo dicho. Así se lo diré, excelencia –e inclinándose en una reverencia los tres árabes salieron del recinto escoltados por la guardia imperial.
Cuando se cerraron los inmensos batientes de plata de las puertas del Chrysotriclinio el emperador habló de nuevo a sus senadores y militares.
-Lo intentaron hace cincuenta años y como entonces volverán a fracasar. ¡No quiero derrotismos! La marina nos garantizará el abastecimiento. ¿Cuántas naves enemigas nos asedian desde el Propóntide?
-Ochocientas naves –respondió el estratega de la provincia marítima de Samos.
-La mitad de las flotas de cada thema se concentrará en la capital para reforzar los efectivos de la escuadra imperial. ¡En tierra tenemos nuestras murallas, pero es en el mar donde se decidirá esta guerra!
Los estrategas del Hélade, de Kibyrreotes y del Egeo protestaron enérgicamente.
-¡Mi señor basileus, con ello comprometeremos la seguridad de las costas del resto del imperio!¡Las islas quedarán indefensas!
Leon III les miró fríamente, conteniendo su cólera.
-¿Deseáis conservar el Egeo a cambio de ver Constantinopla arrasada? ¡Constantinopla es el corazón y si cae no quedará poder en Occidente para oponerse a la marea musulmana!¡Pero seré generoso con todos vosotros! Si alguno de los presentes se siente amedrentado e incapaz de realizar su cometido, que hable ahora y podrá exiliarse para vergüenza de él y de todos sus antepasados. ¿No jurasteis servir al imperio, y a mí, servir al emperador?¿No sois hombres de honor? ¡Aún está por verse si esta guerra acaba en victoria o en derrota, pero no quiero cobardes ni irresponsables al mando de los hombres que derramarán su sangre por esta ciudad! ¿Y bien?¿Nadie rehuye?
Un silencio lúgubre reinó en la lujosa sala durante varios minutos interminables.
-Mi señor basileus –dijo Belerofonte, el Gran Drongario de la flota, la máxima autoridad naval imperial –Nadie rehuirá su cometido. Hemos jurado lealtad y entregaremos la vida si es preciso.
-¿Cuándo usaremos el fuego griego? –preguntó uno de los navarcas.
-En cuanto se terminen de preparar los sifones para armar un número suficiente de naves. Pero hace décadas que no lo empleamos en combate. ¿Tenemos suficiente producto? –preguntó Belerofonte.
El senador Antonino, representante de la facción política de los Verdes, la más popular en el Hipódromo entre el populacho, alzó la mano solicitando silencio para poder hablar.
-Senadores, estrategas, el asunto es importante. Ese líquido misterioso al que debemos la victoria del año 678 requiere productos que desconozco, pero uno de ellos es la nafta. Yo estaba allí cuando asediaron la capital los barcos de Moawiya, el primer Omeya. Calínico, un refugiado de Heliópolis, trajo el secreto del fuego al trono imperial. ¡A nosotros, en vez de a los musulmanes! Todos ignoramos, e ignoraremos, el coste que eso supuso para las arcas del Estado. Pero –y alzó las manos para acallar las voces de los militares –el Imperio se salvó, así que supongo que estuvo bien pagado. Pero sé, porque lo sé, que tenemos escasez de nafta. Nada ha llegado en años a los puertos de Eleuterio, de Sophia o de Kontoskalion. Los puertos de suministro están lejos de nosotros. Mi señor basileus, ¿qué vamos a hacer al respecto?
-¡Que venga el alquímico!¡Enseguida! –rugió León III.

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