Hoy no hablo sobre libros.
Ayer estuve viendo un documental, uno más, sobre la Segunda
Guerra Mundial. Estaba vez trataba sobre el final de la guerra y la decisión
del Departamento de Defensa estadounidense de invitar y animar a los grandes
estudios de cine de Hollywood a visitar la Europa devastada tras la guerra para
inspirarles argumentos sobre el conflicto armado, para dar propaganda a la
Victoria, para justificar el empleo de
las bombas atómicas en Japón y para crear el mito del Soldado guerrero americano,
que marcha joven y valiente a la guerra, dispuesto a luchar por el Bien, a
vencer el Mal, y vuelve victorioso, mejor, más fuerte.
En el documental se habla de los retornados. Jóvenes
traumatizados sobre su experiencia en Okinawa, en el norte de África, en
Berlín; jóvenes necesitados de una reeducación para su regreso a la vida civil;
mutilados y tullidos ofrecidos como ejemplos de superación y carácter en las
múltiples películas heroicas que siguieron. En centros especiales del ejército
se creó una sección especial de psiquiatría destinado a devolver la cordura a
los que volvieron locos, mudos, petrificados por su experiencia de la guerra.
El documental mostraba parta de esas filmaciones, vetadas por el gobierno
durante 30 años: la vulnerabilidad de sus soldados, que los hacía tan humanos y
débiles como cualquier otra persona, rompía el mito del soldado guerrero
americano; nada de eso debía llegar a la opinión pública.
70 años después del final del conflicto, la Segunda Guerra
Mundial sigue viva en el cine, en la televisión, en los libros. ¿Por qué? Porque la tecnología de las telecomunicaciones la
hizo global. Porque la tecnología bélica mostró su eficiencia aterradora, a una
escala nunca vista. Y lo más importante: porque nunca antes se manifestó que
era una lucha por la Civilización. El Bien contra el Mal encarnado en el
régimen nazi, y sus aliados, y en concreto, en una única persona con nombres y
apellidos (el del bigotillo, que no voy a nombrar). Un Mal que se enorgullecía
de querer exterminar una raza, una cultura, de aplastarlo todo y a todos, por
orden de un megalómano que usó todos los recursos de una nación industriosa en
su búsqueda del Apocalipsis, del Ragnarok. Después de la guerra, vendrían otras
atrocidades, otros regímenes, una Guerra Fría. En los mismos países aliados que
habían defendido la Civilización también hubo muchos matices oscuros y detestables, y
sigue habiéndolos, pero nunca, nunca se alcanzó una Maldad tan suprema ni tan
eficientemente organizada. Terrible.
El Mal existe. Y de nuevo, se ha hecho carne, como un Sauron
retornado. Hablo del autodenominado Estado Islámico (EI). Un cáncer que se
opone a la vida y a la civilización, unos pocos decidiendo vida y muerte de
muchos, sin más que su megalomanía y sus delirios para su justificación
injustificable. Un engendro de nación que secuestra civiles, que dispara a los
que no se convierten a su interpretación del Corán, que asesina porque sí a
gentes de otra religión, de otra lengua, de otra raza; que los fusila, o peor,
que los quema vivos. Que encadena a sus mujeres, esclavas; que decapita niños o les pone bombas y los llama mártires. Que saquea museos, que quema bibliotecas, que reescribe el pasado. Que se regodea en el
sufrimiento y la tortura y la sangre y se alimenta de la esperanza de las
familias y gobiernos de los secuestrados para pedir rescates imposibles, a sabiendas
de que miente: pide sobre muertos. Que ha hecho de su horror local un horror
global, al grabar y difundir por redes sociales y nuevas tecnologías sus
matanzas y sus logros, su regreso de la Civilización a la Edad de Piedra. Para
todos… menos para sus líderes, seguramente. Primus inter pares.
Qué arterias alimentan este cáncer, lo ignoro. Avaricia. Pobreza, hambre,
ignorancia y seguro, desesperación. Y no toda la culpa de esa desesperación
recae en el Estado Islámico. De la Segunda Guerra Mundial se han escrito
muchos, muchos libros, ensayos, novelas… y es bueno que así se haya hecho. Para no
olvidar lo que ya pasó. Y para recordar las raíces de cómo surge el Mal.
A los que nos gusta la Historia, todo nos parece que se
desarrolla en círculos.