El próximo fin de semana actualizaré el blog con una noticia muy interesante que he conocido a través de uno de mis hermanos... y yo sin saberlo...
Ayer expiró el plazo de tres meses que me comunicó Editorial Maghenta para realizar la valoración del manuscrito que le envié, del EEDLA (rev1c). Actualmente estoy realizando la rev.3; es increíble todo lo que puede detectarse cuando se deja la obra olvidada por un tiempo. La miras con otra perspectiva.
Si me quedan unas 100 páginas para terminar la revisión, a 2.5 por día, eso quiere decir 40 días, esto es, que me tengo que poner las pilas para dejarla lista para el certamen en el que tengo previsto participar.
Editorial Almuzara tampoco ha dicho nada y otra opción en Sevilla que parecía posible ha quedado en el limbo. Después de Agosto quizás sepa más.
Un saludo a todos
Pues sí, Hemingway fue rechazado veintisiete veces, veintisiete nada menos, veintisiete editoriales que lo descartaron mondo y lirondo. Que luego ganara el premio Nobel de literatura no es lo importante, sino que encajó veintisiete derrotas una tras otra y sin embargo volvía a levantarse. Todo un peso pesado de las letras.
miércoles, 30 de julio de 2008
lunes, 21 de julio de 2008
EL ESCLAVO DE LA AL-HAMRA
Hola a todo el mundo. He tenido toda una semana de vacaciones que he invertido en asuntos varios que tenía pendientes. Entre ellos, realizar una nueva revisión de mi primera novela para presentarla a un certamen literario. Aún no la he terminado pero he adelantado mucho. Espero tenerla lista para antes de octubre y si todo va como parece alcanzará cerca de las 400 páginas, en vez de las 322 páginas de la revisión vigente.
Respecto a la segunda novela, he tenido suerte y estos días llegó desde Estambul un libro que encargué hace tres meses sobre la civilización bizantina. ¡Fascinante!
En fin, para aquellos que siguen este Blog, adelanto un par de hojas de "El esclavo de la Al-Hamra". Espero que la disfrutéis. Un saludo a todos.
*************************************
(EL ESCLAVO DE LA AL-HAMRA, capitulo 01, págs. 16-19)
Cruzaron los jardines donde la fragancia del arrayán habitaba sobre el silencio de los estanques en frío y quieto remanso y se dirigieron hacia el Palacio de Comares, la residencia real mientras se continuaban obras del nuevo palacio, aún un caos de materiales de construcción custodiados por una guardia permanente. Pero no sólo la renovación de los palacios ocupaba el pensamiento del sultán, y Al-Jatib lo sabía. Otra idea atormentaba al sultán desde hacía meses, algo que a veces le impedía dormir por las noches en su lecho palaciego y del que él debería ser su instrumento ejecutor llegado el momento, y esa idea era la venganza.
El gran visir, y su discípulo y katib del sultán Ibn Zamrak se inclinaron mientras el sultán se retiraba a sus aposentos y la guardia personal cerraba las puertas y se apostaban vigilantes, y se encaminaron hacia sus palacios de la medina palaciega.
—Arde en venganza —murmuró Al-Jatib. —Mañana llegará el embajador del nuevo rey castellano.
—Enrique de Trastamara —recordó Ibn Zamrak, bajo y delgado, pero sus facciones eran hermosas y en sus ojos soñadores se perfilaba a la vez una inteligencia rápida y despierta, aún a pesar de ayuno.
En sus palacios les esperaba una cena vivificante, pero la ruptura del ayuno tendría que esperar un poco más.
—Enrique el usurpador, Enrique el débil y el bastardo, Enrique el asesino —replicó con crueldad Al-Jatib —. ¡Mercenarios!¡Mercenarios franceses! —bajó el tono al darse cuenta que casi estaba gritando; incluso en el palacio las paredes tenían oídos—. El sultán desea vengarse. Desea que se haga justicia. En Montiel la traición venció al honor y además se han puesto en peligro nuestro tratados y alianzas. Al mercenario francés no sólo le pagaba el bastardo castellano, también lo hacía el perro aragonés.
El visir se refería a Pedro IV de Aragón. Aragón se estaba convirtiendo en una potencia marítima. Sus barcos tenían la osadía de atacar las costas del Estrecho en poder musulmán según le conviniera. Los sultanes de Túnez les habían recibido como amigos esperando obstruir las rutas hacia Oriente. Incluso se decía que habían hecho un pacto con los piratas de Al-Borani. Pedro IV era la encarnación de la ambición y había favorecido el final de la guerra civil castellana apoyando a las compañías francesas de Beltran Du Guesclin que defendían los intereses del usurpador Enrique de Trastamara. Ibn Zamrak se detuvo un momento y miró a su maestro, espigado, de pelo blanco y barba corta y cuidada donde unas pocas hebras negras en la barbilla y comisuras de los labios finos se negaban a desaparecer. Sus ojos castaños seguían tan vivaces como siempre sobre su tez pálida. Al-Jatib le sostuvo la mirada. Ibn Zamrak no sabía las últimas noticias, y mientras las asimilaba llegaron a su casa palacio.
—El reino de los meriníes también ha sido tentado, pero ellos no nos traicionarán, al menos de momento. Por ahora el estrecho es frontera segura. El sultán quiere venganza.
—Llevará tiempo prepararlo. Sabemos que tienen agentes aquí, sospecho que entre los genoveses.
—Tenemos tiempo— Al-Jatib sonrió —. Alá recompensa la paciencia. El sultán también lo recompensará. El bastardo debe morir, y también el perro aragonés. Es la voluntad de Alá.
Ibn Zamrak no replicó, y con una inclinación se despidió de su maestro mientras entraba en sus aposentos, y tras él su guardia.
La buena estrella que guiaba los pasos del katib no había dejado de alumbrar su camino desde que Ibn Zamrak conociera a Al-Jatib. De niño su infancia había sido infeliz. Su padre había regentado una pequeña tienda de hortalizas en el Albayzin. Su madre siempre había tenido un rostro hermoso pero triste, como una llama vacilante que se extinguiera lentamente. Recordaba periodos de gran alegría en su casa, porque Alá había deseado bendecir la familia con un nuevo miembro, y luego la tristeza de los días de luto encerrados en casa, los llantos y sollozos de su madre tras los muros de argamasa y adobe, y la visita al cementerio. Fueros días tristes, porque nunca tuvo hermanos.
Sus padres se resignaron al fin a que él fuera hijo único, en un barrio donde las demás familias bullían de voces y alegría. Su único retoño no siempre gozaba de buena salud. Ibn Zamrak se encerró en su mundo solitario de palabras y deseos frustrados, y cuando un día su padre le llevó a la escuela coránica, descubrió un ansia por conocer que no se colmaba con las palabras del maestro. Aprendió a leer, a escribir, recitaba sermones enteros del libro sagrado con gran facilidad, pero lo que más le maravilló fue el descubrimiento de las matemáticas y de la poesía. De las matemáticas le intrigaban los problemas paradójicos, la lógica, y la inabarcable belleza de la geometría, simple en sus reglas como el agua, pero compleja y profundamente inquietante en su maravillosa creatividad, para gloria de Alá. De la poesía apreció el fuego de las emociones, las otras percepciones del mundo y de la vida cotidiana tan distintas, el asombro continuo por la alegría existiendo a pesar de las penurias, y leía y escribía, y su maestro se dio cuenta que el pequeño Ibn Zamrak, el enfermizo y a menudo triste y callado Ibn Zamrak no era un niño cualquiera, y el día en que Al-Jatib, katib de Yussuf I visitó la escuela el destino del pequeño estudiante cambió para siempre.
Llegó a sus estancias, donde unas lámparas le recibieron con luces multicolores. Quizás pudiera dedicar media hora después de cenar a continuar su nuevo poema
¡Cuánto recreo aquí para los ojos!
Sus anhelos el noble aquí renueva,
las Pléyades les sirven de amuleto,
la brisa la defiende con su magia.
Al calor de los braseros, una figura le estaba esperando en la sala comedor sobre los cojines de terciopelo con ribetes bordados. Sobre la gruesa alfombra de algodón había una pequeña mesita donde le esperaba la cena, la única comida del día. La figura cogió un dátil oloroso y dulce del racimo del centro de las viandas con sus dedos estilizados, finos y elegantes de piel canela suave y tersa. Acercándoselo a la boca con lentitud jugó con él, entreabriendo los labios sensuales y acariciando con su lengua fina y rosada entre sus dientes, blancos y perfectos como perlas, el extremo dulce y deseable del dátil, acariciándolo, tanteándolo, cerrando los labios entorno a él y saboreando sus jugos con los ojos entornados. Las largas pestañas yacían lánguidas sobre el rostro joven y placentero, y el pelo azabache caía en cascada en largos bucles sobre su espalda, sus hombros y sobre el vestido de seda de la joven, cubriendo sus pechos.
@Copyright Blas Malo Poyatos 2008. Todos los derechos reservados
Respecto a la segunda novela, he tenido suerte y estos días llegó desde Estambul un libro que encargué hace tres meses sobre la civilización bizantina. ¡Fascinante!
En fin, para aquellos que siguen este Blog, adelanto un par de hojas de "El esclavo de la Al-Hamra". Espero que la disfrutéis. Un saludo a todos.
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(EL ESCLAVO DE LA AL-HAMRA, capitulo 01, págs. 16-19)
Cruzaron los jardines donde la fragancia del arrayán habitaba sobre el silencio de los estanques en frío y quieto remanso y se dirigieron hacia el Palacio de Comares, la residencia real mientras se continuaban obras del nuevo palacio, aún un caos de materiales de construcción custodiados por una guardia permanente. Pero no sólo la renovación de los palacios ocupaba el pensamiento del sultán, y Al-Jatib lo sabía. Otra idea atormentaba al sultán desde hacía meses, algo que a veces le impedía dormir por las noches en su lecho palaciego y del que él debería ser su instrumento ejecutor llegado el momento, y esa idea era la venganza.
El gran visir, y su discípulo y katib del sultán Ibn Zamrak se inclinaron mientras el sultán se retiraba a sus aposentos y la guardia personal cerraba las puertas y se apostaban vigilantes, y se encaminaron hacia sus palacios de la medina palaciega.
—Arde en venganza —murmuró Al-Jatib. —Mañana llegará el embajador del nuevo rey castellano.
—Enrique de Trastamara —recordó Ibn Zamrak, bajo y delgado, pero sus facciones eran hermosas y en sus ojos soñadores se perfilaba a la vez una inteligencia rápida y despierta, aún a pesar de ayuno.
En sus palacios les esperaba una cena vivificante, pero la ruptura del ayuno tendría que esperar un poco más.
—Enrique el usurpador, Enrique el débil y el bastardo, Enrique el asesino —replicó con crueldad Al-Jatib —. ¡Mercenarios!¡Mercenarios franceses! —bajó el tono al darse cuenta que casi estaba gritando; incluso en el palacio las paredes tenían oídos—. El sultán desea vengarse. Desea que se haga justicia. En Montiel la traición venció al honor y además se han puesto en peligro nuestro tratados y alianzas. Al mercenario francés no sólo le pagaba el bastardo castellano, también lo hacía el perro aragonés.
El visir se refería a Pedro IV de Aragón. Aragón se estaba convirtiendo en una potencia marítima. Sus barcos tenían la osadía de atacar las costas del Estrecho en poder musulmán según le conviniera. Los sultanes de Túnez les habían recibido como amigos esperando obstruir las rutas hacia Oriente. Incluso se decía que habían hecho un pacto con los piratas de Al-Borani. Pedro IV era la encarnación de la ambición y había favorecido el final de la guerra civil castellana apoyando a las compañías francesas de Beltran Du Guesclin que defendían los intereses del usurpador Enrique de Trastamara. Ibn Zamrak se detuvo un momento y miró a su maestro, espigado, de pelo blanco y barba corta y cuidada donde unas pocas hebras negras en la barbilla y comisuras de los labios finos se negaban a desaparecer. Sus ojos castaños seguían tan vivaces como siempre sobre su tez pálida. Al-Jatib le sostuvo la mirada. Ibn Zamrak no sabía las últimas noticias, y mientras las asimilaba llegaron a su casa palacio.
—El reino de los meriníes también ha sido tentado, pero ellos no nos traicionarán, al menos de momento. Por ahora el estrecho es frontera segura. El sultán quiere venganza.
—Llevará tiempo prepararlo. Sabemos que tienen agentes aquí, sospecho que entre los genoveses.
—Tenemos tiempo— Al-Jatib sonrió —. Alá recompensa la paciencia. El sultán también lo recompensará. El bastardo debe morir, y también el perro aragonés. Es la voluntad de Alá.
Ibn Zamrak no replicó, y con una inclinación se despidió de su maestro mientras entraba en sus aposentos, y tras él su guardia.
La buena estrella que guiaba los pasos del katib no había dejado de alumbrar su camino desde que Ibn Zamrak conociera a Al-Jatib. De niño su infancia había sido infeliz. Su padre había regentado una pequeña tienda de hortalizas en el Albayzin. Su madre siempre había tenido un rostro hermoso pero triste, como una llama vacilante que se extinguiera lentamente. Recordaba periodos de gran alegría en su casa, porque Alá había deseado bendecir la familia con un nuevo miembro, y luego la tristeza de los días de luto encerrados en casa, los llantos y sollozos de su madre tras los muros de argamasa y adobe, y la visita al cementerio. Fueros días tristes, porque nunca tuvo hermanos.
Sus padres se resignaron al fin a que él fuera hijo único, en un barrio donde las demás familias bullían de voces y alegría. Su único retoño no siempre gozaba de buena salud. Ibn Zamrak se encerró en su mundo solitario de palabras y deseos frustrados, y cuando un día su padre le llevó a la escuela coránica, descubrió un ansia por conocer que no se colmaba con las palabras del maestro. Aprendió a leer, a escribir, recitaba sermones enteros del libro sagrado con gran facilidad, pero lo que más le maravilló fue el descubrimiento de las matemáticas y de la poesía. De las matemáticas le intrigaban los problemas paradójicos, la lógica, y la inabarcable belleza de la geometría, simple en sus reglas como el agua, pero compleja y profundamente inquietante en su maravillosa creatividad, para gloria de Alá. De la poesía apreció el fuego de las emociones, las otras percepciones del mundo y de la vida cotidiana tan distintas, el asombro continuo por la alegría existiendo a pesar de las penurias, y leía y escribía, y su maestro se dio cuenta que el pequeño Ibn Zamrak, el enfermizo y a menudo triste y callado Ibn Zamrak no era un niño cualquiera, y el día en que Al-Jatib, katib de Yussuf I visitó la escuela el destino del pequeño estudiante cambió para siempre.
Llegó a sus estancias, donde unas lámparas le recibieron con luces multicolores. Quizás pudiera dedicar media hora después de cenar a continuar su nuevo poema
¡Cuánto recreo aquí para los ojos!
Sus anhelos el noble aquí renueva,
las Pléyades les sirven de amuleto,
la brisa la defiende con su magia.
Al calor de los braseros, una figura le estaba esperando en la sala comedor sobre los cojines de terciopelo con ribetes bordados. Sobre la gruesa alfombra de algodón había una pequeña mesita donde le esperaba la cena, la única comida del día. La figura cogió un dátil oloroso y dulce del racimo del centro de las viandas con sus dedos estilizados, finos y elegantes de piel canela suave y tersa. Acercándoselo a la boca con lentitud jugó con él, entreabriendo los labios sensuales y acariciando con su lengua fina y rosada entre sus dientes, blancos y perfectos como perlas, el extremo dulce y deseable del dátil, acariciándolo, tanteándolo, cerrando los labios entorno a él y saboreando sus jugos con los ojos entornados. Las largas pestañas yacían lánguidas sobre el rostro joven y placentero, y el pelo azabache caía en cascada en largos bucles sobre su espalda, sus hombros y sobre el vestido de seda de la joven, cubriendo sus pechos.
@Copyright Blas Malo Poyatos 2008. Todos los derechos reservados
lunes, 14 de julio de 2008
Relato 02: NARANJAS
Estaban tan contentas la naranjas en su árbol que se preguntaban chispeantes qué harían aquella mañana tan luminosa. Si todo iba bien aquel era el día tan esperado. Dicharacheras y sonrientes, como solo una naranja puede estarlo, preguntaban una y otra vez cuándo irían de excursión. ¡Qué emocionante! ¡Por allí venían ya a recogerlas! El naranjo (¡ah, esa paciencia de padre!) les daba los últimos consejos antes de largo viaje. Sed buenas, no os emberrinchinéis por caprichosas, portáos bien, y tú, Claudia, cuídalas, no seas agridulce que te conozco. Chillando de alegría (¡niñas!, suspiró el naranjo lleno de tristeza) se montaron todas en tropel, atropellándose, como si no hubiera sitio para todas. Pronto se juntaron con muchas otras. Algunas se entusiasmaron con la idea y pronto hicieron buenas migas, pero otras se entristecieron y se pelearon. En algunas naranjas había arrugas de desagrado. En realidad el transporte no era tan confortable como habían previsto, y a muchas no les llegaba el aire acondicionado.
A mitad del trayecto algunas empezaron a sentirse mareadas y mal. Claudia, la mayor, vigilaba como podía a sus hermanas, y cedió su mejor sitio a la pequeña Navelina, que lloraba sin parar y estaba inconsolable, y muchas otras creían que a lo mejor no era tan buena idea lo del viaje. Claudia empezó a sentirse enferma, como con gran pesadez. Unas motitas verdes y blancas aparecieron en su piel. Cerró los ojos deseando que bajara la fiebre. ¡Siempre había querido viajar y ahora precisamente se ponía así!
El transporte paró de pronto de golpe, y todas cayeron rodando, en una pelotonera, quejándose por el golpe. Algunas lloraban y otras estaban sangrando. Olía a sal y a gaviotas. Todas las puertas se abrieron y las naranjas gimieron asustadas al ver las botas militares, las manos rudas que las sacaron y las arrojaron fuera sin miramientos. Claudia ya estaba casi vencida por el moho del largo viaje, y lo último que vio fue a sus hermanas llorando bajo un sol radiante, en el país de sus sueños que se había trasformado en inalcanzable para ella.
Quien tenía que enterarse se enteró, pero no importaba, había más naranjas al otro lado del Estrecho.
@Copyright Blas Malo Poyatos. Todos los derechos reservados
A mitad del trayecto algunas empezaron a sentirse mareadas y mal. Claudia, la mayor, vigilaba como podía a sus hermanas, y cedió su mejor sitio a la pequeña Navelina, que lloraba sin parar y estaba inconsolable, y muchas otras creían que a lo mejor no era tan buena idea lo del viaje. Claudia empezó a sentirse enferma, como con gran pesadez. Unas motitas verdes y blancas aparecieron en su piel. Cerró los ojos deseando que bajara la fiebre. ¡Siempre había querido viajar y ahora precisamente se ponía así!
El transporte paró de pronto de golpe, y todas cayeron rodando, en una pelotonera, quejándose por el golpe. Algunas lloraban y otras estaban sangrando. Olía a sal y a gaviotas. Todas las puertas se abrieron y las naranjas gimieron asustadas al ver las botas militares, las manos rudas que las sacaron y las arrojaron fuera sin miramientos. Claudia ya estaba casi vencida por el moho del largo viaje, y lo último que vio fue a sus hermanas llorando bajo un sol radiante, en el país de sus sueños que se había trasformado en inalcanzable para ella.
Quien tenía que enterarse se enteró, pero no importaba, había más naranjas al otro lado del Estrecho.
@Copyright Blas Malo Poyatos. Todos los derechos reservados
sábado, 5 de julio de 2008
BIZANCIO, de Stephen Lawhead
He terminado de leer una novela histórica que ha sido un auténtico descubrimiento, llamada BIZANCIO. Su autor se llama Stephen R. Lawhead. Para mi era totalmente desconocido, lo encontré de casualidad buceando en la Biblioteca Pública de Granada.
Pensé que me daría algunas pista para mi ambientación, y aunque muy poco se retrata del Imperio Bizantino la forma de contarnos las desventuras y hazañas del protagonista por medio mundo antiguo, todo muy fluido y convincente, me ha entusiasmado. He visto reflajado en él mi propio sistema de "inmersión".
En EE.UU. es un best-seller en temática artúrica y medieval, y yo sin saberlo. ¡Cuántos escritores fascinantes habrá de los que no tengamos noticia! Tiene su propia web Espero que os resulte interesante.
Un caluroso saludo a 38ºC a la sombra.
Pensé que me daría algunas pista para mi ambientación, y aunque muy poco se retrata del Imperio Bizantino la forma de contarnos las desventuras y hazañas del protagonista por medio mundo antiguo, todo muy fluido y convincente, me ha entusiasmado. He visto reflajado en él mi propio sistema de "inmersión".
En EE.UU. es un best-seller en temática artúrica y medieval, y yo sin saberlo. ¡Cuántos escritores fascinantes habrá de los que no tengamos noticia! Tiene su propia web Espero que os resulte interesante.
Un caluroso saludo a 38ºC a la sombra.
Relato 01: Embrujo
Llevo dos mil años en mi lecho de piedra, pasando de la oscuridad fría y silenciosa al susurro, del tacto áspero de las rocas, de las lastras y launas al resbaladizo y tortuoso, laberíntico camino que atraviesa las entrañas del mundo, de mi mundo. Sé que el mundo existió para mí, pero si me siento así, tan fría, tan ausente, es porque no recuerdo el calor del sol en verano, ni el vigor de la sabia en primavera, ni la gélida quietud del invierno, ni los llantos ni alegrías de los vivos. No sé si los olvidé, sólo que no los recuerdo.
O así era, hasta que algo sucedió. Algo o alguien me rescató de mi prisión intemporal. Los murmullos del viento me envolvieron, seguí los caminos que me guiaban por recodos desconocidos. Redescubrí antiguos recuerdos sepultados en lo más íntimo de mi milenaria memoria. Todo era parecido, pero a la vez diferente. ¡Tan distinto! Pero eran inconfundibles. Eran las voces de los hombres.
Luz y oscuridad, luz y oscuridad. ¿Qué fue de los antiguos habitantes? Aquellas lanzas, los estandartes del águila, el olor a fuego, las manos de las mujeres, el tacto ardiente de las brasas. Las brumas de los conquistadores, los ecos de sus pisadas, de sus llamadas a la oración, todo eso quedó desvanecido como pavesas al aire, al capricho del viento que hoy se burla de mi lejanía, de mi ignorancia. ¡Despierta y contempla a los seres fugaces por los que tanto te lamentas!, me dice pavonéandose mientras me relata la historia de los cambios.
Otros se me acercan y se me alejan, me miran, me estudian, se sonríen. Algunos me desprecian. Soy capaz de reconocer a varios a lo largo de mi camino, a la luz del sol , pero no encuentro sus nombres. ¿Tanto tiempo pasó? Y más que pasará, y será olvidado, como todo antes.
Mi libertad acabó bruscamente en la ciudad de los hombres, ¡en una prisión de piedra fría y herrumbrosa! Más seres atormentados se apelotonan junto a mí. ¡Ah, la libertad!¡No deseé despertar del dulce sopor del olvido para hallar la locura y desesperar al alcance del mundo exterior, tan próximo, un esfuerzo más! Es inútil. Intento recordar, intento prestar atención más allá de las rejas. Una voz rompe el silencioso y monótono fluir de los días.
-¡No puedo volver a verte, Miguel!
Carmen dejó el cubo apoyado en el suelo bajo el reborde desgastado de la piedra, y abrió la reja que daba acceso al aljibe. Sobre la repisa de piedra había un viejo balde con una soga rasposa que dejó caer, soltando la soga con cuidado y haciendo chirriar la polea hasta que el balde se hundió en el agua. El soldado de la compañía de fusileros luchó por contener un impetuoso deseo de abrazarla, de estrecharla contra su chaqueta azul militar, por explicarle que inexplicablemente la amaba. Dio un paso hacia ella, lleno de vehemencia contenida, pero ella le detuvo con la mirada grave de sus ojos castaños.
-¡No te acerques! La gente murmura, tu vida peligra. Mi hermano Rafael ha jurado matarte, y a mí también si nos ve juntos. ¿No lo entiendes? No puedo volver a verte. (Puedo verla ahora, contra la luz que entra. Lleva el pelo largo recogido encima en un moño con unas horquillas, sedoso, fuerte... La nuca se desvela deliciosa, viste una camisa de lino blanco de largas mangas que lleva recogidas para no mojárselas. Una sombra próxima a ella, de olor fuerte, animal, lleno de fuerza. ¡Un hombre!)
-Carmen, no puedo irme ni olvidarte –contestó Michael casi sin su acento bretón desde la atalaya de sus ojos grises. Pierre se había alejado un poco y desde la esquina contemplaba apretando impaciente su fusil el discurrir de la vida, el olor al vino fuerte de las tabernas, el apetecible aroma de las chuletas de cerdo a las brasas, el perfume de los rosas, claveles y geranios colgados en los estrechos balcones de los primeros pisos, los callejones de fachadas encaladas, y también la mirada de desconfianza de los arrieros y comerciantes, el odio encerrado de las amas de casa, la amenaza de un golpe por la espalda en cualquiera de aquellos callejones.
-¡Es que no sé si aún vive! Me han dicho que lo vieron en Talavera, y que está escondido en Sierra Morena. ¡Tú y tu gente sois el enemigo!
-¡Pero yo te quiero! ¡Esperas el regreso de un fantasma, de una sombra! –exclamó el soldado, y se acercó más aún, cogiéndola del codo bruscamente con la mano libre. Los nudillos se le marcaban sobre el fusil -¡Deja Granada!¡Ven conmigo, huye conmigo a Lyon!
El balde se le escapó de entre las manos a la mujer volviendo a caer al interior del aljibe, y con una mirada furiosa pugnó por liberarse.
-¡Déjame!
Pero era así, con la mirada encendida de sus ojos ardientes, la respiración agitada, la transpiración de su piel, como ella le había traspasado el corazón aquella primavera de 1811, y bajo el viejo arco de herradura de rotos ladrillos rojos del Aljibe del Trillo se acercó más aún y le robó un beso de sus labios de rubí, de sus dientes de nácar, de su pequeña lengua jugosa y rosada. Ella le apartó de un empujón y le dio una bofetada. (Le veo a él. Alto, robusto, de rostro cincelado y pelo rubio, un dios de la antigüedad. Se miran en silencio, porque el beso no ha sido robado. Se aman a pesar de las palabras, y por eso duele tanto, me dice el viejo balde de madera de olivo que ahora acuno entre mis brazos)
La vieja viuda vestida de negro riguroso se acercó tambaleante hacia el aljibe, con un cascajo de cubo de madera que parecía que tan desguazado y resignado de la vida como su vieja ama. Ella miraba, ella comprendía y también envidiaba los anhelos de la juventud, con una mueca de sonrisa desdesdentada. Entre ellos se rompió el hechizo, ella le dio la esplada y volvió a centrarse en el balde del aljibe y él se recompuso y siguió con la ronda junto a Pierre, pero en sus ojos estaba la mirada del animal herido.
-Lo veo, lo veo, chiquilla –dijo la vieja al llegar junto a Carmen (sus lágrimas calientes y saladas me cuentan su tristeza). –Déjale, olvídale. Algún día se marcharán a su patria y te dejará atrás, llena de promesas rotas y engañada. Eres joven y lozana. Veo una tragedia y un hombre zurdo.
Carmen tuvo un sobresalto y entre las lágrimas miró con los ojos abiertos de par en par a la anciana.
-¡José!
Pero la anciana miraba al interior del aljibe y asentía mientras parecía escuchar el eco entre el agua y las paredes de ladrillo. A ti también te veo, pensó para sí (me ha visto, alguien me ha visto después de tantos siglos) y se volvió a la joven expectante, la tomó de las manos y la miró con sus ojos negros insondables entre sus arrugas y canas.
-Ese hombre está vivo y no te ha olvidado, y está cerca, puedo sentirlo. Estás a tiempo de elegir. Pero no te demores.
-¡No la entiendo! –exclamó Carmen asustada. ¡José estaba vivo!. Ella quería saberlo, quería creerlo, pero por la noche cuando pensaba en él, era el rostro de Miguel el que le susurraba en su lengua extranjera, arrastrándola al deseo.
La vieja soltó sus manos, la apartó y sacó agua del aljibe con el balde para llenar su cubo. Dos golondrinas pasaron por encima de ellas hasta encontrar el nido en el voladizo de la casa vecina.
-Lo entenderás cuando lo veas. Igual que ella comprende, está ahí, escuchándonos. La vida es como ella, nos arrastra como piedras en un río bravo, y nosotros somos las piedras, golpe sobre golpe, hasta que dejamos de rodar. ¡Acude a ella! Ella puede oir tus penas (La conozco, la he reconocido. Ella estaba aquí la última vez, y volveremos a encontrarnos antes de que el sol se extinga)
La anciana no dijo más y se retiró tambaleante y gruñendo por el peso del balde. Carmen miró al interior del aljibe, y asustada cerró la reja y marchó todo lo rápido que pudo cuesta arriba por las escaleruelas hasta la casa familiar, donde su madre la esperaba impaciente. El nerviosismo le duró todo el día, y por la noche soñó con la sombra de José, el rostro de Miguel y la imagen de las aguas que la había mirado, la había sonreído y la había dicho hola.
(De noche, la luz de la luna atraviesa la reja y durante un brevísimo instante puedo contemplarla mientras por delante de mi prisión sombras furtivas se deslizan buscando el amparo de la noche y de la oscuridad. Las palomas duermen ocultas en la negrura de los alares de las casas. Se oyen gatos maullando, y las botas militares de los franceses descendiendo por los escalones quebrados y sucios de las calles hacia el río Darro en su guardia nocturna. El deseo de explorar me atormenta y agita mi ser como no recordaba, y en mitad de la noche escapo de mi cárcel en manos del rocío. Los rostros de los soldados son duros, perfilados en piedra, paso entre ellos ascendiendo calle arriba en busca de sus lágrimas. Es allí, lo percibo. He de regresar o mi vitalidad se agostará, pero allí... veo un hombre cansado. Un hombre sucio y angustiado. ¡Sus ojos me miran!)
-¡Carmen! –volvió a llamar el desconocido mientras permanecía atento a los ecos de los soldados que se alejaban. Desesperado tomó con su izquierda quemada por el sol y el frío una gravilla del suelo y la arrojó con precisión y delicadeza contra uno de los postigos de la ventana superior. Aguardó un instante entre la bruma que de pronto había surgido, y de repente el postigo se abrió, mostrando la luz vacilante de un vela. Volvió a llamarla sin alzar la voz -¡Carmen!
El rostro de la mujer se iluminó con el reconocimiento y dio un respingo, tapándose la boca con la mano libre para no gritar. La luz desapareció. El hombre cerró los ojos apenas un momento. Estaba exhausto. Las patrullas francesas venían tras él desde Andújar, los meses de vida salvaje, de dormir al raso, de lucha furtiva y de huida estaban desmoronándole por momentos. No te duermas, ahora no, ella está al fin a tu alcance. Ven, pobre niño. Y se dejó coger entre los brazos de madre que de pronto le rodeaban cálidos, sumiéndolo en un profundo sopor del que no podía liberarse..
Caía resbalando por el muro frente a la casa cuando, con gran ruido de llaves, la puerta se abrió y ella salió apenas arropada por una manta fina de lana, José , José, y lo recogió en su seno, besando sus labios barbados y agrietados, fundiéndose con su rostro sucio, y él pareció revivir, se miraron a los ojos, la llamó por su nombre, Carmen.
Un grito herido en la lengua extranjera hendió la noche desde el aljibe. Michael subió a la carrera la escalinata con la cara llena de rabia y despecho, empuñando el fusil con bayoneta dispuesto a matar y hacerla suya, o a morir. Con la rapidez de la desesperación José se puso en pie apartando a Carmen, aterrorizada, y sacó una navaja de debajo de su raída capa. Los dos hombres se vieron entre la bruma (¡Van a matarse!) y se odiaron instintivamente como dos animales en celo. José esquivó la bayoneta e intentó clavarle la navaja entre las costillas, pero Michael, más robusto, le derribó de un fuerte empujón con el hombro contra el muro, y alzó con gesto triunfante el fusil sobre el caído.
-¡No! –gritó Carmen.
-¡Je t'ai vaincue, meurt maintenant rebelle dégoûtant ! –gritó Michael, y bajó con toda su fuerza su arma. Pero algo misterioso le detuvo el brazo y la bayoneta se paró a pocos centímetros del vientre del fugitivo, y furioso volvió el rostro pugnando por liberarse, y la vio, antigua como el viento, terrible como los ríos embravecidos y perdió la voluntad y la fuerza en sus ojos milenarios (Ellos han de vivir aún muchos años, y al menos tú serás para mí), y se dejó mecer en el sopor que le embargaba arrancándole de las miserias y lágrimas del mundo, y pensó en su madre, en cuando era niño en su Lyon natal mientras José se recobraba y le asestaba sin perder un instante un navajazo certero en el corazón. Apenas sintió nada (Ven, precioso mío, juntos tú y yo para siempre).
Los dos amantes se fundieron en la oscuridad de la calle, desapareciendo al amparo del rocío de la noche que surcaba de lágrimas el rostro del caído, navegante ya en nuevos mundos extraños. Pero no estaba solo.
(@Copyright Blas Malo. Todos los derechos reservados)
O así era, hasta que algo sucedió. Algo o alguien me rescató de mi prisión intemporal. Los murmullos del viento me envolvieron, seguí los caminos que me guiaban por recodos desconocidos. Redescubrí antiguos recuerdos sepultados en lo más íntimo de mi milenaria memoria. Todo era parecido, pero a la vez diferente. ¡Tan distinto! Pero eran inconfundibles. Eran las voces de los hombres.
Luz y oscuridad, luz y oscuridad. ¿Qué fue de los antiguos habitantes? Aquellas lanzas, los estandartes del águila, el olor a fuego, las manos de las mujeres, el tacto ardiente de las brasas. Las brumas de los conquistadores, los ecos de sus pisadas, de sus llamadas a la oración, todo eso quedó desvanecido como pavesas al aire, al capricho del viento que hoy se burla de mi lejanía, de mi ignorancia. ¡Despierta y contempla a los seres fugaces por los que tanto te lamentas!, me dice pavonéandose mientras me relata la historia de los cambios.
Otros se me acercan y se me alejan, me miran, me estudian, se sonríen. Algunos me desprecian. Soy capaz de reconocer a varios a lo largo de mi camino, a la luz del sol , pero no encuentro sus nombres. ¿Tanto tiempo pasó? Y más que pasará, y será olvidado, como todo antes.
Mi libertad acabó bruscamente en la ciudad de los hombres, ¡en una prisión de piedra fría y herrumbrosa! Más seres atormentados se apelotonan junto a mí. ¡Ah, la libertad!¡No deseé despertar del dulce sopor del olvido para hallar la locura y desesperar al alcance del mundo exterior, tan próximo, un esfuerzo más! Es inútil. Intento recordar, intento prestar atención más allá de las rejas. Una voz rompe el silencioso y monótono fluir de los días.
-¡No puedo volver a verte, Miguel!
Carmen dejó el cubo apoyado en el suelo bajo el reborde desgastado de la piedra, y abrió la reja que daba acceso al aljibe. Sobre la repisa de piedra había un viejo balde con una soga rasposa que dejó caer, soltando la soga con cuidado y haciendo chirriar la polea hasta que el balde se hundió en el agua. El soldado de la compañía de fusileros luchó por contener un impetuoso deseo de abrazarla, de estrecharla contra su chaqueta azul militar, por explicarle que inexplicablemente la amaba. Dio un paso hacia ella, lleno de vehemencia contenida, pero ella le detuvo con la mirada grave de sus ojos castaños.
-¡No te acerques! La gente murmura, tu vida peligra. Mi hermano Rafael ha jurado matarte, y a mí también si nos ve juntos. ¿No lo entiendes? No puedo volver a verte. (Puedo verla ahora, contra la luz que entra. Lleva el pelo largo recogido encima en un moño con unas horquillas, sedoso, fuerte... La nuca se desvela deliciosa, viste una camisa de lino blanco de largas mangas que lleva recogidas para no mojárselas. Una sombra próxima a ella, de olor fuerte, animal, lleno de fuerza. ¡Un hombre!)
-Carmen, no puedo irme ni olvidarte –contestó Michael casi sin su acento bretón desde la atalaya de sus ojos grises. Pierre se había alejado un poco y desde la esquina contemplaba apretando impaciente su fusil el discurrir de la vida, el olor al vino fuerte de las tabernas, el apetecible aroma de las chuletas de cerdo a las brasas, el perfume de los rosas, claveles y geranios colgados en los estrechos balcones de los primeros pisos, los callejones de fachadas encaladas, y también la mirada de desconfianza de los arrieros y comerciantes, el odio encerrado de las amas de casa, la amenaza de un golpe por la espalda en cualquiera de aquellos callejones.
-¡Es que no sé si aún vive! Me han dicho que lo vieron en Talavera, y que está escondido en Sierra Morena. ¡Tú y tu gente sois el enemigo!
-¡Pero yo te quiero! ¡Esperas el regreso de un fantasma, de una sombra! –exclamó el soldado, y se acercó más aún, cogiéndola del codo bruscamente con la mano libre. Los nudillos se le marcaban sobre el fusil -¡Deja Granada!¡Ven conmigo, huye conmigo a Lyon!
El balde se le escapó de entre las manos a la mujer volviendo a caer al interior del aljibe, y con una mirada furiosa pugnó por liberarse.
-¡Déjame!
Pero era así, con la mirada encendida de sus ojos ardientes, la respiración agitada, la transpiración de su piel, como ella le había traspasado el corazón aquella primavera de 1811, y bajo el viejo arco de herradura de rotos ladrillos rojos del Aljibe del Trillo se acercó más aún y le robó un beso de sus labios de rubí, de sus dientes de nácar, de su pequeña lengua jugosa y rosada. Ella le apartó de un empujón y le dio una bofetada. (Le veo a él. Alto, robusto, de rostro cincelado y pelo rubio, un dios de la antigüedad. Se miran en silencio, porque el beso no ha sido robado. Se aman a pesar de las palabras, y por eso duele tanto, me dice el viejo balde de madera de olivo que ahora acuno entre mis brazos)
La vieja viuda vestida de negro riguroso se acercó tambaleante hacia el aljibe, con un cascajo de cubo de madera que parecía que tan desguazado y resignado de la vida como su vieja ama. Ella miraba, ella comprendía y también envidiaba los anhelos de la juventud, con una mueca de sonrisa desdesdentada. Entre ellos se rompió el hechizo, ella le dio la esplada y volvió a centrarse en el balde del aljibe y él se recompuso y siguió con la ronda junto a Pierre, pero en sus ojos estaba la mirada del animal herido.
-Lo veo, lo veo, chiquilla –dijo la vieja al llegar junto a Carmen (sus lágrimas calientes y saladas me cuentan su tristeza). –Déjale, olvídale. Algún día se marcharán a su patria y te dejará atrás, llena de promesas rotas y engañada. Eres joven y lozana. Veo una tragedia y un hombre zurdo.
Carmen tuvo un sobresalto y entre las lágrimas miró con los ojos abiertos de par en par a la anciana.
-¡José!
Pero la anciana miraba al interior del aljibe y asentía mientras parecía escuchar el eco entre el agua y las paredes de ladrillo. A ti también te veo, pensó para sí (me ha visto, alguien me ha visto después de tantos siglos) y se volvió a la joven expectante, la tomó de las manos y la miró con sus ojos negros insondables entre sus arrugas y canas.
-Ese hombre está vivo y no te ha olvidado, y está cerca, puedo sentirlo. Estás a tiempo de elegir. Pero no te demores.
-¡No la entiendo! –exclamó Carmen asustada. ¡José estaba vivo!. Ella quería saberlo, quería creerlo, pero por la noche cuando pensaba en él, era el rostro de Miguel el que le susurraba en su lengua extranjera, arrastrándola al deseo.
La vieja soltó sus manos, la apartó y sacó agua del aljibe con el balde para llenar su cubo. Dos golondrinas pasaron por encima de ellas hasta encontrar el nido en el voladizo de la casa vecina.
-Lo entenderás cuando lo veas. Igual que ella comprende, está ahí, escuchándonos. La vida es como ella, nos arrastra como piedras en un río bravo, y nosotros somos las piedras, golpe sobre golpe, hasta que dejamos de rodar. ¡Acude a ella! Ella puede oir tus penas (La conozco, la he reconocido. Ella estaba aquí la última vez, y volveremos a encontrarnos antes de que el sol se extinga)
La anciana no dijo más y se retiró tambaleante y gruñendo por el peso del balde. Carmen miró al interior del aljibe, y asustada cerró la reja y marchó todo lo rápido que pudo cuesta arriba por las escaleruelas hasta la casa familiar, donde su madre la esperaba impaciente. El nerviosismo le duró todo el día, y por la noche soñó con la sombra de José, el rostro de Miguel y la imagen de las aguas que la había mirado, la había sonreído y la había dicho hola.
(De noche, la luz de la luna atraviesa la reja y durante un brevísimo instante puedo contemplarla mientras por delante de mi prisión sombras furtivas se deslizan buscando el amparo de la noche y de la oscuridad. Las palomas duermen ocultas en la negrura de los alares de las casas. Se oyen gatos maullando, y las botas militares de los franceses descendiendo por los escalones quebrados y sucios de las calles hacia el río Darro en su guardia nocturna. El deseo de explorar me atormenta y agita mi ser como no recordaba, y en mitad de la noche escapo de mi cárcel en manos del rocío. Los rostros de los soldados son duros, perfilados en piedra, paso entre ellos ascendiendo calle arriba en busca de sus lágrimas. Es allí, lo percibo. He de regresar o mi vitalidad se agostará, pero allí... veo un hombre cansado. Un hombre sucio y angustiado. ¡Sus ojos me miran!)
-¡Carmen! –volvió a llamar el desconocido mientras permanecía atento a los ecos de los soldados que se alejaban. Desesperado tomó con su izquierda quemada por el sol y el frío una gravilla del suelo y la arrojó con precisión y delicadeza contra uno de los postigos de la ventana superior. Aguardó un instante entre la bruma que de pronto había surgido, y de repente el postigo se abrió, mostrando la luz vacilante de un vela. Volvió a llamarla sin alzar la voz -¡Carmen!
El rostro de la mujer se iluminó con el reconocimiento y dio un respingo, tapándose la boca con la mano libre para no gritar. La luz desapareció. El hombre cerró los ojos apenas un momento. Estaba exhausto. Las patrullas francesas venían tras él desde Andújar, los meses de vida salvaje, de dormir al raso, de lucha furtiva y de huida estaban desmoronándole por momentos. No te duermas, ahora no, ella está al fin a tu alcance. Ven, pobre niño. Y se dejó coger entre los brazos de madre que de pronto le rodeaban cálidos, sumiéndolo en un profundo sopor del que no podía liberarse..
Caía resbalando por el muro frente a la casa cuando, con gran ruido de llaves, la puerta se abrió y ella salió apenas arropada por una manta fina de lana, José , José, y lo recogió en su seno, besando sus labios barbados y agrietados, fundiéndose con su rostro sucio, y él pareció revivir, se miraron a los ojos, la llamó por su nombre, Carmen.
Un grito herido en la lengua extranjera hendió la noche desde el aljibe. Michael subió a la carrera la escalinata con la cara llena de rabia y despecho, empuñando el fusil con bayoneta dispuesto a matar y hacerla suya, o a morir. Con la rapidez de la desesperación José se puso en pie apartando a Carmen, aterrorizada, y sacó una navaja de debajo de su raída capa. Los dos hombres se vieron entre la bruma (¡Van a matarse!) y se odiaron instintivamente como dos animales en celo. José esquivó la bayoneta e intentó clavarle la navaja entre las costillas, pero Michael, más robusto, le derribó de un fuerte empujón con el hombro contra el muro, y alzó con gesto triunfante el fusil sobre el caído.
-¡No! –gritó Carmen.
-¡Je t'ai vaincue, meurt maintenant rebelle dégoûtant ! –gritó Michael, y bajó con toda su fuerza su arma. Pero algo misterioso le detuvo el brazo y la bayoneta se paró a pocos centímetros del vientre del fugitivo, y furioso volvió el rostro pugnando por liberarse, y la vio, antigua como el viento, terrible como los ríos embravecidos y perdió la voluntad y la fuerza en sus ojos milenarios (Ellos han de vivir aún muchos años, y al menos tú serás para mí), y se dejó mecer en el sopor que le embargaba arrancándole de las miserias y lágrimas del mundo, y pensó en su madre, en cuando era niño en su Lyon natal mientras José se recobraba y le asestaba sin perder un instante un navajazo certero en el corazón. Apenas sintió nada (Ven, precioso mío, juntos tú y yo para siempre).
Los dos amantes se fundieron en la oscuridad de la calle, desapareciendo al amparo del rocío de la noche que surcaba de lágrimas el rostro del caído, navegante ya en nuevos mundos extraños. Pero no estaba solo.
(@Copyright Blas Malo. Todos los derechos reservados)