sábado, 22 de mayo de 2010

Cap.8: Un hombre dispuesto a todo

Los preparativos para EEDLA siguen su curso. Ahora mismo estoy trabajando en los contenidos de la Web, desarrollando una serie de historias paralelas de los personajes secundarios, y a la espera de la pruebas de portada. En unos dìas me enviarán la corrección de estilo, con lo que tendré que dejar aparcada otra vez mi tercera novela.



Está bastante avanzada, teniendo en cuenta que en los cinco meses que llevamos de año, la mitad los he dedicado a EEDLA. Estoy en la página 134, y me he puesto como objetivo alcanzar las ciento cincuenta antes del informe de estilo. En fin, que a va un ritmo decente para tener el borrador terminado antes del fin de año. Mi objetivo es un libro al año, por lo menos.

Os dejo con una muestra. Aún no tiene nombre oficial (soy optimista: si todo va bien, pienso publicarla en 2012. Una novela por año, para empezar. Soñar es gratis). Os diré que es contemporánea y está ambientada en Irlanda, en los primeros años del s.XX, entre 1907 y 1912, en plena revolución industrial, llena de oportunidades para unos, esperanzas para otros y sólo opresión y esclavitud para la mayoría. Pero la vida sigue, a pesar de crisis, dificultades o pobreza. Es luchar, o rendirse y desaparecer; y el protagonista de nuestro fragmento, llamado John Ridge, no está dispuesto a eso.


(Fragmento del "Capítulo 8: Un hombre dispuesto a todo". La acción transcurre en Belfast, otoño de 1909)

Trabajó la tierra helada de la estepa rusa, y convivió con los campesinos en sus barracas paupérrimas, escuchó las doctrinas de Karl Marx y se deleitó con las relatos de Dostoievsky. Pero allí también la monarquía reinaba con mano férrea. El grupo que le alentaba fue disuelto por la guardia urbana. Cuando cerraba los ojos aún veía a la espigada Irina gritando de terror, envuelta en las llamas de la casa donde se reunían, entre el tumulto del asalto en plena noche, los disparos de los guardias, y la huída precipitada. John Ridge apretó la jarra entre sus manos con tanta fuerza que estuvo a punto de reventarla. Abrió los ojos y respiró profundamente. Por eso en ese momento estaba allí, en Belfast. No dejaría que los ingleses los oprimieran más dentro de su falsa democracia. Allí era todo igual que en Rusia, existían los amos y también los esclavos.
—¿Dónde puedo encontrar la carpintería del viejo Cormac Widowmaker? —preguntó al tabernero, mientras pagaba la pinta. El hombre se llevó la mano a la oreja, y Ridge tuvo que repetir el nombre en voz alta.
—¿Cormac? No tiene pérdida. Sigue esta calle al norte, hacia Girdwood Park. Cuando veas un edificio gris y tétrico, llega hasta él, es la prisión del condado. Rodéalo y detrás de la iglesia de Clifton Street encontrarás su carpintería.
Se dirigía a la puerta, cuando se detuvo. La curiosidad pudo más que la discreción.
—¿Por qué le llaman Widowmaker?
—¿Quién quiere saberlo?¿Quién eres?
—Sólo soy un irlandés que regresa a casa. Tengo que hablar con él.
El tabernero enjuagó el trapo que tenía entre las manos en un balde de agua jabonosa, y limpió las mesas con lenta eficacia.
—Se encarga de hacer los ataúdes de los condenados a la horca. Da mala suerte estar con él.
John Ridge no creía en la mala suerte. La lluvia no sería un obstáculo para encontrarle antes de que llegara la noche. Encontró la ciudad muy cambiada, respecto a lo que recordaba de niño. Se dio cuenta, caminando por las calles principales, que el dinero se movía a raudales de unas manos a otras, pero pocas alcanzaban a los obreros. Los ingleses pensarían que se quedarían allí para siempre, pero cuán equivocados estaban él intentaría recordárselo.

La luz eléctrica iluminaba la carpintería. Entró sin llamar. Bajo el porche de la entrada, cubierta con una lona impermeable estaban acopiados cuatro ataúdes de pino, a la espera de ser recogidos. Las virutas de madera salpicaban todo el callejón. Apenas había dado dos pasos cuando un terrible perro negro de pelaje sucio se abalanzó sobre él, y cuando parecía que iba a estar al alcance de sus dentelladas, una gruesa cadena de eslabones oxidados contuvo a la bestia, que le ladraba furibunda. John Ridge se maldijo a sí mismo. Medio vecindario escucharía aquel estrépito.
—Quieto, “Wolf”, ¡Quieto! —ordenó un hombre encorvado, tirando con brutalidad de la cadena. El perro se achantó, gimoteando, sin dejar de mirar a Ridge con desconfianza. Dejó que su amo le palmeara el costado—. Buen chico, buen chico.
El carpintero parecía lleno de vigor, a pesar de las arrugas esculpidas de su rostro. Sus ojos grises le miraron en silencio, esperando a que el desconocido hablara primero.
—Vengo de Londres. Me envía McCarthy —y le entregó la nota. Ridge se dio cuenta que le faltaba un dedo en la mano derecha. El viejo le hizo pasar al taller, lleno de tablones pendientes de desbastar. El suelo estaba cubierto de serrín. Estaba cepillando un nuevo ataúd.
—¿Así que tú también odias a los ingleses?¿O eres uno de ellos?
—¿Cómo uno de ellos? —el carpintero le señaló los ataúdes, y comenzó a hablarle en irlandés.
—Intentaron infiltrar a uno, y acabó en uno de mis pijamas de madera. Conozco a McCarthy; es como si fuera un sobrino para mí. Dice que te busca la policía. ¿Traerás algo más, aparte de problemas?
—Estoy dispuesto a todo para ayudar. A todo.
—Eso está por ver. ¿Sabes manejar la sierra y la desbastadora? Ayúdame a terminar de preparar estos tablones, y después daremos un paseo.
Dos horas más tarde, sonaron las campanas de la iglesia próxima, indicando que eran las ocho de la tarde. El viejo cerró el negocio, bajo una lluvia pertinaz, e invitó a Ridge a seguirle.
—Yo nací en los años de la Gran Plaga y te puedo decir, muchacho, que los ingleses no se preocuparon de nosotros. En absoluto. Prefirieron que pereciéramos a miles antes de distribuir la comida que les llegaba en exclusividad desde la gran isla. Yo no lo he olvidado. La prosperidad de la ciudad es un engaño. ¡A saber la sangría de dinero que se destina a sus banqueros de la City! Hay que pararles los pies. Irlanda debe ser liberada. McCarthy dice que confía en ti, eso es mucho para mí.
Se alejaron de las calles más transitadas. Ridge tuvo un estremecimiento.
—¿Dónde vamos?
—Donde podamos hablar con tranquilidad.
Un vecino que aseguraba el cierre de una ventana de su planta baja saludó al carpintero, y éste le respondió. El vecino asintió. El activista presintió algo.
—Estuvimos a punto de conseguirlo con Larkin, muchacho, estuvimos a punto. Pero luego todo se fue al cuerno. Se rajaron, eso fue lo que pasó. Por eso hemos formado nuestro propio grupo. Necesitamos gente de confianza, con experiencia, gente dispuesta a todo. Como tú. O eso dice McCarthy.
—¿Dónde vamos? —repitió el activista, al entrar en un callejón. Dos figuras habían salido de un soportal y les seguían en la distancia.
—Hace dos semanas nos hicieron una redada, y mataron a diez de los nuestros. No sabes lo que es tener que enterrar a un hijo, a un sobrino, a un amigo. No nos dejan reunirnos, porque temen que nos sublevemos contra ellos. Cada vez que hago un ataúd para uno de los míos envidio la juventud que se me fue. ¿Sabes cómo me llaman?
—Widowmaker —el callejón se estrechaba. Ridge se puso alerta.
—¿Y el motivo? Te lo diré, muchacho. Antes de que tú tuvieras pañales siquiera, no dejé de intentar echar a los ingleses por mi cuenta. Nunca me cogieron, ni siquiera cuando me rompieron la espalda. Y luego ya no pude hacer nada más que ataúdes. Pero mis manos aún son fuertes, muchacho. Queremos gente de confianza entre nosotros; no queremos soplones. Y a ti aún no te conocemos.
Ridge oyó un ruido a su espalda, y en cuanto se giró alarmado aquel viejo le agarró con fuerza desde atrás, cerrando sus manos nudosas bajo su estómago y dejándole sin respiración. Ridge empezó a debatirse, quedándose sin aire. Los dos hombres corrieron a ayudar al carpintero, quien encajó un codazo en la cara sin inmutarse. Ridge y Cormac cayeron al suelo, pero a pesar su gruñido de dolor el viejo no soltó a su presa. El activista se revolvió con furia animal y desesperada.
—Me llaman Widowmaker, sí, y pronto sabremos todo sobre ti, hijo. Todo. Irlanda no quiere traidores ni cobardes. Ni yo tampoco.
Sus esfuerzos fueron baldíos. El vigor del viejo era extraordinario y poco a poco Ridge dejó de debatirse, atontado por la asfixia. Lo último que pensó, antes de la inconsciencia, fue que no debía haber menospreciado al carpintero encorvado. Cormac, jadeante, le dejó en el suelo con suavidad, y pasó paternalmente su mano endurecida por la frente despejada del activista. Los dos hombres le ataron las manos y pies y le cubrieron la cabeza con una bolsa para que no viera nada.
—Llevadle ante Jacob, muchachos. Y cuidaos de él. Nadie antes se me había resistido así.