viernes, 21 de noviembre de 2008

EL ESCLAVO DE LA AL-HAMRA (II)


Pocos días más tarde la ciudad se llenó de rumores sorprendentes, acerca de un extranjero, un hermano del Islam del otro lado del estrecho, hábil con las palabras, tanto que su poesía conmovió al mismísimo sultán. Ibn Marzuq, el secretario de la corte meriní, famoso por sus viajes de juventud por todo Oriente, estaba maravillado con el nuevo ministro y embajador enviado desde la corte nazarí, tanto por su elocuencia, por sus dotes para la oratoria, como por su claridad de mente y su sagacidad política; no en vano cuando Ibn Marzuq se exilió a la ciudad palatina de la Al-Hāmra durante el reinado de Abu-al-Hasan, padre de Abu Inān, fue su maestro e instructor, intuyendo en él a una figura formidable.

El extranjero se presentó en la audiencia real adelantándose a los ministros y juriscultos que formaban parte de la embajada nazarí.
—Excelencia —dijo levantándose e inclinándose directamente ante Abu Inān—, os lo suplico, solicito vuestro permiso regio para recitaros brevemente mi misión antes de entrar a parlamentar, antes de que los vericuetos de la diplomacia enturbien mis palabras.
La numerosa corte meriní se llenó de murmullos preguntándose quién sería aquel osado. A una señal suya Ibn Marzuq se acercó al sultán.
—Es Ibn Al-Jatib, protegido y secretario del gran visir Ridwan.
—Ibn Al-Jatib, tienes mi permiso. Habla —dijo Abu Inān. El secretario del visir nazarí accedió y se centró en el sultán, que le miraba con curiosidad.
—¡Vicario de Alá!¡Ojalá el destino aumente tu gloria todo el tiempo que brille la luna en la oscuridad!¡Ojalá la mano de la Providencia aleje de ti los peligros que no podrían ser rechazados por la fuerza de los hombres! En nuestras aflicciones tu presencia es para nosotros la luna que disipa las tinieblas y en las épocas de escasez tu mano reemplaza a la lluvia y esparce abundancia.
Sin tu auxilio, el pueblo de Al-Ándalus no habría conservado ni habitación ni territorio. En una palabra, mi país no siente sino una necesidad: la protección de tu majestad. Aquellos que han experimentado tus favores jamás han sido ingratos, nunca han desconocido tus beneficios. Ahora, cuando temen por su existencia, me han enviado a ti y esperan.

El sultán encontró muy hermosas sus palabras. Ordenó que cesaran los murmullos y se levantó para hablarle.
—No regresarás a tu nación y a tus compatriotas sin que tus deseos sean satisfechos. Te doy permiso para sentarte.
Y colmó de mercedes y regalos a todos los miembros de la embajada, concediéndoles cuanto solicitaron. Impresionados todos los miembros de la corte, el cadí Abu Al-Kasim le comentó a Ibn Jaldun al oído cuanto habían visto.
—Increíble, por Alá. Es la primera vez que se ha visto que un embajador consiga el objeto de su misión antes de haber saludado al sultán a cuya corte ha sido enviado.
Embajador, ministro, y por expreso deseo de su señor también responsable del mando militar nazarí, tan elocuente y emocionante fue su poema de petición de ayuda contra los enemigos cristianos castellanos y aragoneses con el que obtuvo el reconocimiento y el compromiso del propio sultán aquella misma tarde memorable que enseguida su nombre y su hazaña se propagó por toda la ciudad.