viernes, 22 de agosto de 2008

A perpetuidad

La semana pasada no pude escribir nada en el Blog. Tuve un funeral.

Él era marido, padre, yerno y abuelo. Con mucho trabajo había conseguido una vida desahogada, una amplia familia y una plétora de hijos y nietos. Se acababa de jubilar. Hablé con él hace un mes, justo tras su jubilación, y me contaba como epílogo a su vida laboral que él siempre había vivido el presente, ése era el pequeño secreto de su felicidad. No se había preocupado por el futuro a largo plazo, y cuando había que trabajar lo había hecho sin descanso, pero cuando la vida había dado una tregua había disfrutado de ella cuanto había podido.

A pesar de su amplia familia murió solo, de un infarto súbito, junto a su esposa. Nunca había subido al cementerio de San Jose. Pensé que la muerte nos iguala a todos, pero no es cierto. A lo largo de la silenciosa avenida se alzaban templos y panteones neorománticos, neogóticos de hace doscientos años, cruces y vírgenes de piedra, con la leyenda "a perpetuidad", junto a los que no tendrán esa dicha, en un nicho apilado junto a muchísimos más. Todo gris y sin ninguna flor, sólo los de los nuevos moradores, y todos igual de silenciosos.

¿A perpetuidad?, pensé yo. Aunque todos los demás reposen allí noventa y nueve años y esos panteones aguanten en pìe diez mil años, al final seremos olvidados. Dentro de cien mil, de un millón, será como si no hubiéramos existido.

Y los niños se dan cuenta de todo, aunque intentes negarlo, y saben que algo pasa, que la tristeza de mamá no es normal, y están desorientados. ¿Qué entenderá mi sobrina de dos años cuando pregunte por su abuelo Antonio y le digan que no está, que ha salido y que no va a volver? Y ellos seguían felices en su mundo particular, tal y como procuramos que así fuera, porque son niños y porque no tienen por qué conocer aún el dolor de la vida y del olvido.

A perpetuidad, decían algunas tumbas. Pero eso no es para siempre. Todo muere algún día, civilizaciones enteras desaparecieron hace milenios, aún hay guerras, injusticia, hambre, y aún así los muertos sólo piensan una cosa: es mejor estar vivo. Y debemos continuar.

El cementerio seguía igual de triste, gris e inmutable cuando nos fuimos. No queremos saber de la ciudad de los muertos, ni de los muertos, preferimos que la tele nos convezca de que seremos siempre jóvenes e inmortales.