lunes, 21 de julio de 2008

EL ESCLAVO DE LA AL-HAMRA

Hola a todo el mundo. He tenido toda una semana de vacaciones que he invertido en asuntos varios que tenía pendientes. Entre ellos, realizar una nueva revisión de mi primera novela para presentarla a un certamen literario. Aún no la he terminado pero he adelantado mucho. Espero tenerla lista para antes de octubre y si todo va como parece alcanzará cerca de las 400 páginas, en vez de las 322 páginas de la revisión vigente.

Respecto a la segunda novela, he tenido suerte y estos días llegó desde Estambul un libro que encargué hace tres meses sobre la civilización bizantina. ¡Fascinante!

En fin, para aquellos que siguen este Blog, adelanto un par de hojas de "El esclavo de la Al-Hamra". Espero que la disfrutéis. Un saludo a todos.

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(EL ESCLAVO DE LA AL-HAMRA, capitulo 01, págs. 16-19)

Cruzaron los jardines donde la fragancia del arrayán habitaba sobre el silencio de los estanques en frío y quieto remanso y se dirigieron hacia el Palacio de Comares, la residencia real mientras se continuaban obras del nuevo palacio, aún un caos de materiales de construcción custodiados por una guardia permanente. Pero no sólo la renovación de los palacios ocupaba el pensamiento del sultán, y Al-Jatib lo sabía. Otra idea atormentaba al sultán desde hacía meses, algo que a veces le impedía dormir por las noches en su lecho palaciego y del que él debería ser su instrumento ejecutor llegado el momento, y esa idea era la venganza.

El gran visir, y su discípulo y katib del sultán Ibn Zamrak se inclinaron mientras el sultán se retiraba a sus aposentos y la guardia personal cerraba las puertas y se apostaban vigilantes, y se encaminaron hacia sus palacios de la medina palaciega.
—Arde en venganza —murmuró Al-Jatib. —Mañana llegará el embajador del nuevo rey castellano.
—Enrique de Trastamara —recordó Ibn Zamrak, bajo y delgado, pero sus facciones eran hermosas y en sus ojos soñadores se perfilaba a la vez una inteligencia rápida y despierta, aún a pesar de ayuno.

En sus palacios les esperaba una cena vivificante, pero la ruptura del ayuno tendría que esperar un poco más.
—Enrique el usurpador, Enrique el débil y el bastardo, Enrique el asesino —replicó con crueldad Al-Jatib —. ¡Mercenarios!¡Mercenarios franceses! —bajó el tono al darse cuenta que casi estaba gritando; incluso en el palacio las paredes tenían oídos—. El sultán desea vengarse. Desea que se haga justicia. En Montiel la traición venció al honor y además se han puesto en peligro nuestro tratados y alianzas. Al mercenario francés no sólo le pagaba el bastardo castellano, también lo hacía el perro aragonés.

El visir se refería a Pedro IV de Aragón. Aragón se estaba convirtiendo en una potencia marítima. Sus barcos tenían la osadía de atacar las costas del Estrecho en poder musulmán según le conviniera. Los sultanes de Túnez les habían recibido como amigos esperando obstruir las rutas hacia Oriente. Incluso se decía que habían hecho un pacto con los piratas de Al-Borani. Pedro IV era la encarnación de la ambición y había favorecido el final de la guerra civil castellana apoyando a las compañías francesas de Beltran Du Guesclin que defendían los intereses del usurpador Enrique de Trastamara. Ibn Zamrak se detuvo un momento y miró a su maestro, espigado, de pelo blanco y barba corta y cuidada donde unas pocas hebras negras en la barbilla y comisuras de los labios finos se negaban a desaparecer. Sus ojos castaños seguían tan vivaces como siempre sobre su tez pálida. Al-Jatib le sostuvo la mirada. Ibn Zamrak no sabía las últimas noticias, y mientras las asimilaba llegaron a su casa palacio.
—El reino de los meriníes también ha sido tentado, pero ellos no nos traicionarán, al menos de momento. Por ahora el estrecho es frontera segura. El sultán quiere venganza.
—Llevará tiempo prepararlo. Sabemos que tienen agentes aquí, sospecho que entre los genoveses.
—Tenemos tiempo— Al-Jatib sonrió —. Alá recompensa la paciencia. El sultán también lo recompensará. El bastardo debe morir, y también el perro aragonés. Es la voluntad de Alá.
Ibn Zamrak no replicó, y con una inclinación se despidió de su maestro mientras entraba en sus aposentos, y tras él su guardia.

La buena estrella que guiaba los pasos del katib no había dejado de alumbrar su camino desde que Ibn Zamrak conociera a Al-Jatib. De niño su infancia había sido infeliz. Su padre había regentado una pequeña tienda de hortalizas en el Albayzin. Su madre siempre había tenido un rostro hermoso pero triste, como una llama vacilante que se extinguiera lentamente. Recordaba periodos de gran alegría en su casa, porque Alá había deseado bendecir la familia con un nuevo miembro, y luego la tristeza de los días de luto encerrados en casa, los llantos y sollozos de su madre tras los muros de argamasa y adobe, y la visita al cementerio. Fueros días tristes, porque nunca tuvo hermanos.

Sus padres se resignaron al fin a que él fuera hijo único, en un barrio donde las demás familias bullían de voces y alegría. Su único retoño no siempre gozaba de buena salud. Ibn Zamrak se encerró en su mundo solitario de palabras y deseos frustrados, y cuando un día su padre le llevó a la escuela coránica, descubrió un ansia por conocer que no se colmaba con las palabras del maestro. Aprendió a leer, a escribir, recitaba sermones enteros del libro sagrado con gran facilidad, pero lo que más le maravilló fue el descubrimiento de las matemáticas y de la poesía. De las matemáticas le intrigaban los problemas paradójicos, la lógica, y la inabarcable belleza de la geometría, simple en sus reglas como el agua, pero compleja y profundamente inquietante en su maravillosa creatividad, para gloria de Alá. De la poesía apreció el fuego de las emociones, las otras percepciones del mundo y de la vida cotidiana tan distintas, el asombro continuo por la alegría existiendo a pesar de las penurias, y leía y escribía, y su maestro se dio cuenta que el pequeño Ibn Zamrak, el enfermizo y a menudo triste y callado Ibn Zamrak no era un niño cualquiera, y el día en que Al-Jatib, katib de Yussuf I visitó la escuela el destino del pequeño estudiante cambió para siempre.

Llegó a sus estancias, donde unas lámparas le recibieron con luces multicolores. Quizás pudiera dedicar media hora después de cenar a continuar su nuevo poema

¡Cuánto recreo aquí para los ojos!
Sus anhelos el noble aquí renueva,
las Pléyades les sirven de amuleto,
la brisa la defiende con su magia.

Al calor de los braseros, una figura le estaba esperando en la sala comedor sobre los cojines de terciopelo con ribetes bordados. Sobre la gruesa alfombra de algodón había una pequeña mesita donde le esperaba la cena, la única comida del día. La figura cogió un dátil oloroso y dulce del racimo del centro de las viandas con sus dedos estilizados, finos y elegantes de piel canela suave y tersa. Acercándoselo a la boca con lentitud jugó con él, entreabriendo los labios sensuales y acariciando con su lengua fina y rosada entre sus dientes, blancos y perfectos como perlas, el extremo dulce y deseable del dátil, acariciándolo, tanteándolo, cerrando los labios entorno a él y saboreando sus jugos con los ojos entornados. Las largas pestañas yacían lánguidas sobre el rostro joven y placentero, y el pelo azabache caía en cascada en largos bucles sobre su espalda, sus hombros y sobre el vestido de seda de la joven, cubriendo sus pechos.

@Copyright Blas Malo Poyatos 2008. Todos los derechos reservados